1 de noviembre de 2014

TODOS LOS SANTOS

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad
Apoc 7,2-4.9-14; Salm 23,1-6; 1Jn 3,1-3; Mt 5,1-12

«Viendo la muchedumbre, Jesús subió al monte, se sentó, sus discípulos se le acercaron y Él tomando la palabra le enseñaba».

A toda la tierra alcanza su pregón. La belleza de la creación habla de la belleza divina. Dios domina la tierra y sus habitantes. Dios habita en ella y le gusta pasear como puede hacer un agricultor por sus fincas (cf Gen 3,8). Creada por Dios, la tierra tiene un carácter religioso. Es delicioso presentir y gozar del rumor cercano de las fuentes de la vida… que estamos estropeando con nuestros atentados al medio ambiente.

Cristo ha venido a recuperar toda esa belleza para ti, para todos los hombres. Cristo con su nueva creación convoca, por medio de la Iglesia, al nuevo paraíso. Dios construye su paraíso sobre la inestabilidad de las aguas, sobre la fragilidad de la Iglesia, pero también sobre la Roca de su Palabra. Él sigue tomando la palabra y nos enseña. Cristo nos enseña a través del salmo:

Una invitación positiva: «tener las manos inocentes y puro el corazón».
Una invitación negativa: «no tener ídolos, no ser injustos».

Esta palabra del salmo viene a ser como una primera palabra, un primer peldaño para subir a la montaña, para acercarnos a Jesús, el cual nos enseña con su palabra. Nos dice un santo Padre: «¿Qué debe hacer aquel que desea subir al “monte espiritual”? El Espíritu Santo responde y el salmista anuncia de alguna manera el sermón de Cristo sobre la montaña».

El salmista anuncia las condiciones para acercarnos a Cristo. Su Espíritu nos irá descubriendo la sabiduría de su palabra.

La bienaventuranza de la pobreza, de la mansedumbre, de las lágrimas de la justicia, de los saciados, de la misericordia, de la pureza de corazón, de la paz, de la persecución… Las bienaventuranzas, que acabamos de escuchar, y que vienen a ser como las fuentes de la sabiduría evangélica, la sabiduría de la que tenemos necesidad para nuestro camino como creyentes, y como personas consagradas a Dios.

Tenemos necesidad de subir al monte espiritual y encontrarnos con Dios, el Dios de quien brota esta bienaventuranza, el Dios que proclama este nuevo camino por medio de su Hijo revestido de nuestra naturaleza. Tenemos necesidad de acercarnos a Cristo para oír aquella palabra que necesita el corazón de cada uno de nosotros para que en nosotros viva el Cristo de las bienaventuranzas.

Todas las generaciones han hecho, hacen o harán este camino de búsqueda de la sabiduría de la vida. De una manera o de otra. Con más o menos conciencia de ello. Lo necesita la humanidad. Lo necesitamos cada uno de nosotros. Encontrarnos con Cristo, escucharle y cambiar nuestra vida. Es una de las tareas más bellas de la vida cristiana, e incluso de toda vida humana: ser buscador de Dios. Es lo único que puede llenar la vida. Porque es lo que nos abre a un inmenso horizonte de vida nueva. Así lo han entendido y lo han expresado los místicos, como santa Teresa cuando escribe: «Descubre tu presencia, y máteme tu vista y hermosura; mira que la dolencia de amor no se cura sino con la presencia y la figura».

A desear esta presencia y esta figura nos invita también san Bernardo: «Gustad y ved qué dulce es el Señor. Nada hay comparable a esta finura, a este sabor, a esta sabiduría; es algo divino. Te encanta, y con razón, el ardor del sol, la policromía de la flor, el pan sabroso y la tierra fecunda. Todo esto procede de Dios. Se ha prodigado a sus criaturas. Pero posee en sí mismo infinitamente más» (San Bernardo, Sermón 1, Todos los Santos).

A este «infinitamente más» nos abre la Palabra de Jesús, la sabiduría de Dios, que sin gritar, sin vocear por las calles te sugiere a tu corazón unas palabras que desbordan profunda y autentica sabiduría para el camino de vida creyente. ¿Qué necesita en estos momentos tu corazón? ¿Qué palabra de Jesús de Nazaret, que te habla hoy desde el monte de las bienaventuranzas tiene más eco en tu corazón? ¡Agárrala y no la sueltes!