26 de enero de 2014

SAN ROBERTO, SAN ALBERICO Y SAN ESTEBAN, ABADES DE CISTER

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Eclo 44,1.10-15; Sal 149,1-6.9; Hebr 11,1-2.8-16; Mc 10,24-30

Hoy hacemos el elogio de estos hombres piadosos, nuestros Santos Fundadores Roberto, Alberico y Esteban, que han merecido que la Iglesia los considere como referencia preciosa por su fidelidad a la Palabra. Una referencia y modelo en la línea de lo que hemos escuchado del Eclesiástico: «Hombres de bien, una rica herencia, fidelidad a la alianza, su recuerdo y su gloria que ya no se borran, sepultados en paz, perviven por generaciones, su sabiduría de la que hablaran los pueblos».

Hombre piadoso se considera aquella persona que externamente aparece como muy amiga de devociones, de rezos, señalada como un «pobre hombre» o una «pobre mujer», algo ingenuo.

No es esta la consideración de la Sagrada Escritura, sino que contempla la persona piadosa, como una persona ilustre que ha vivido la sabiduría de la Escritura con los rasgos que describe el Eclesiástico.

Hombres ilustres, que nos han dejado una rica herencia, no una herencia material. La herencia de unos dones recibidos de Dios, gratuitamente, con suma generosidad. Y ellos correspondieron. Y esta es la obra de Dios que nosotros hemos recibido. Esta herencia celebramos hoy en nuestros santos abades de Cister.

Hombres ilustres que nos han legado una herencia espiritual, la herencia de una fe preciosa que nosotros estamos llamados también a vivir, una herencia que tiene una primera referencia en Abraham , y que, precisamente, en esta fiesta, la Iglesia nos invita a imitar y a vivir como lo hicieron los santos Roberto, Alberico y Esteban.

Vivir la fe. La fe que nace en el corazón del hombre, que abre a la belleza y profundidad de la vida. La fe dilata el corazón. O no hay fe. La fe da una dimensión contemplativa a tu vida. El contemplativo percibe que la vida es un proceso, en donde todo habla de Dios. Es importante vivir la vida como un proceso, con el convencimiento de que hay para mí, algo de Dios aquí, ahora, en este preciso momento. No es que Dios sea una caja de sorpresas, es que la vida es un caminar hacia Dios que hace el camino con nosotros, por muy largo y peligroso que sea.

Vemos este dinamismo de la fe en la historia de Abraham: «Por la fe, Abraham al ser llamado por Dios obedeció… La fe es la garantía de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve…» Es un don. Abraham sale y vive la vida como un proceso, como un camino, correspondiendo a la llamada de Dios. El don de la fe supone un «copago»: es un don divino, pero es necesaria la respuesta humana, trabajar con la ayuda divina nuestro futuro, en una colaboración preciosa con el Creador.

Pero el camino hacia la plenitud de la vida, hacia la plenitud del Reino, tiene ciertas condiciones: no hacemos solos el camino; en este caminar necesitamos cuidar y manifestar determinados sentimientos y actitudes muy concretas. Es la enseñanza del evangelio de hoy: No llega al final el hombre rico. ¿Quién es el hombre rico?

Quien se dedica a «acumular» riquezas, prestigio, méritos… todo aquello que puede encumbrar a la persona, proporcionarle la gloria, el brillo o resplandor de este mundo. El rico centra la mirada en sí mismo. En su «yo». Se esfuerza por «acumular», «barrer» para su casa. Esta actitud entorpece el camino a los demás. Atenta contra la vida y seguridad de los otros caminantes. El hombre rico busca que todo gire en torno a él. Pero Jesús propone cambiar el verbo «acumular» por el verbo «compartir», compartir la vida del camino, la riqueza, todo tipo de riquezas con quienes le acompañan en el camino. Es la dimensión del servicio, que el mismo Jesús, que no tiene donde reclinar la cabeza en su camino, nos enseña

Pedro pregunta con preocupación: «¿Quién puede salvarse?» Pedro debía ser consciente que no estaba clara esa dimensión del servicio, sin la cual nadie puede salvarse.

Necesitamos poner la mirada en Cristo; todo lo demás es superfluo; lo importante y decisivo es considerar la fragilidad total de todo lo humano excepto la mirada en Cristo. Este, luego, nos hace volver la mirada y el corazón hacia los compañeros del camino. Cristo es nuestro CAMINO. Lo fue para Abraham. Lo fue para nuestros santos abades.