25 de julio de 2010

SANTIAGO, APÓSTOL

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hech 4,33; 5,12.27-33; 12,1; Salm 66, 2-8; 2Cor 4,7-15; Mt 20,20-28

«Se acercó a Jesús la madre de los Zebedeos con sus hijos. -¿Qué deseas?, le dice Jesús. La madre contestó: Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda».

La actitud de esta madre es normal, es lógica. ¿Qué madre no busca lo mejor para sus hijos? Según la respuesta de Jesús, esta madre no tenía claro por donde iban a ir los caminos del Reino. ¿Era así? No lo sabemos. Lo que sí aparece más claro es que los hijos, como los otros discípulos de Jesús no eran todavía conscientes de esos caminos.

Las madres, en cambio, tienen como un sexto sentido para captar otras dimensiones más profundas. ¿Era así?

San Basilio de Seleucia comentando este texto dice: «¿Qué dices, mujer? Oyes hablar de cruz y pides un trono? ¿se trata de la pasión, y tú pides un Reino? ¿De dónde puede venir el pedir esta dignidad? Yo veo la Pasión, dice ella, pero preveo la Resurrección; veo la cruz plantada, y contemplo el cielo abierto. He oído que el mismo Señor decía: Vosotros os sentaréis en doce tronos. Veo el futuro con los ojos de la fe. Lo que estaba todavía oculto en el tiempo, ella lo veía ya con los ojos de la fe».

La mujer está siempre en un nivel diferente a la hora de vivir la fe. Ella es una colaboradora más profunda de Dios en los caminos de la vida. Ella era una madre. Siempre más profunda, más penetrante a la hora de adentrarse en el misterio de la vida, en el misterio del Reino, en el misterio de Dios.

Pero es interesante también este diálogo de Jesús con la madre de los hermanos Zebedeo, porque además de lo que llevo diciendo, es muy importante lo que dice Jesús a continuación. Y lo que dice, se lo dice no a la madre, sino a sus hijos. Todavía no han entendido nada del reino. Están caminando en dirección contraria al Reino. Como en aquella otra escena del evangelio en la que Jesús les había estado hablando de humildad, de hacerse pequeño, servidor… y a continuación por el camino van discutiendo sobre quien era el más grande…

Es curiosa, es extraña la condición humana. Nos cuesta entender. Pero tenemos la capacidad. Pero esta capacidad la sacamos por mal camino.

San Basilio también dice: «el trono es recompensa de las penas y no una respuesta a la ambición. El trono pertenece al coraje; no se concede por una simple petición. Muestra tu capacidad y veras el poder de Dios».

Pero esta escena del evangelio es de perfecta actualidad. Hoy también buscamos el poder. Pero no el poder de Dios... Porque si desconocemos a Dios, ¿como sabremos el poder de Dios? No queremos el poder de Dios. Hoy el hombre no quiere intermediarios, y busca la silla, o el sillón. El poder, puro y duro. El privilegio, trepar…

A todos los niveles. En la misma iglesia también. El mismo papa Benedicto decía semanas atrás en una de sus muchas enseñanzas con motivo del año sacerdotal que en muchas ocasiones se busca dentro de la Iglesia las ocasiones para crecer personalmente, para hacer carrera… Todo lo que sea aspirar a un poder alejado del servicio es una mentira y en engaño. En el terreno que sea.

Si es en el terreno eclesial la mentira y el engaño son más graves. Porque es una contradicción. La Iglesia puede aspirar a un poder: el poder del servicio. Una Iglesia que no es servicio, no sirve. Un cristiano, o una comunidad donde no hay un deseo y una preocupación por servir, es una contradicción.

Solo mostrando esta capacidad del servicio podemos aspirar a tener una experiencia del poder de Dios. Y de todo esto sabía mucho san Pablo, cuando nos habla en la segunda lectura de este tesoro que tenemos, pero que llevamos en vasijas de barro. Vasijas que se nos rompen con frecuencia.

Pablo sabe sacar esta capacidad con su servicio: «nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan; estamos apurados pero no desesperados; acosados, pero no abandonados; nos derriban pero no nos rematan… llevamos siempre con nosotros la muerte de Jesús para que se manifieste su vida…»

Por ello, evidentemente, tendrá una profunda experiencia de la fuerza y del poder de Dios.

O también de la misma experiencia de Santiago, primero de los Apóstoles en dar su vida, en dejar que rompan su frágil vasija para llegar a vivir en plenitud la fuerza y el poder del Reino.