15 de agosto de 2008

LA ASUNCIÓN DE SANTA MARÍA, VIRGEN

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Ap 11, 19; 12, 1-3. 6. 10; Sl 44, 11-12. 16; 1Co 15, 20-27; Lc 1, 39-56

Escribe san Bernardo: Nos ha precedido nuestra Reina. Sí, se nos ha anticipado y ha sido recibida con todos los honores; sus siervecillos la siguen llenos de confianza gritando: Llévanos contigo. Correremos al olor de tus perfumes. Los peregrinos hemos enviado por delante a nuestra abogada; es la Madre del Juez y Madre de misericordia. Negociará con humildad y eficacia nuestra salvación (En la Asunción, Sermón 1,1, o.c. t.4, BAC 473, Madrid 86, p.337).

María es la carta más hermosa de Dios. Pensada amorosamente por Dios desde antes de los siglos y escrita magistralmente en nuestro tiempo por su propia mano. Es la gota fresca ofrecida gratuitamente a todo el que desfallece en los parajes áridos del camino. Es la carta que tenemos que releer muchas veces, como tantas veces hemos estrujado la cara de nuestra madre con un abrazo, con un beso muy fuerte, para decirle: «Te quiero». Y quedarnos sosegados, en paz, sintiendo sobre nuestra cabeza su sonrisa, pero, dentro de nosotros, una sensación indecible de luz y de compañía que nos hace sentirnos felices.

Pero la relectura de esta carta de Dios, la celebración de esta solemnidad quizás no sea muy adecuada en estos días para los creyentes, quizás más preocupados de sus ritos vacacionales, que de celebrar la Asunción de María en cuerpo y alma al cielo. Ante una coreografía mundana de disipación y superficialidad, en un clima de dispersión, de distracción programada, cuando se busca despejar la cabeza de los pensamientos habituales de la vida que le acrecientan la fatiga del corazón.

Y precisamente es una fiesta que nos invita a despejar la cabeza de nuestros pensamientos habituales, de creyentes o de monjes. Quizás, habría que decir, más bien, despejar, ahondar, hacer más profundos y sencillos nuestros pensamientos.

El significado de la vida, el destino último, la presencia del mal en el mundo, la exigencia de nuestra vida de fe y monástica, la responsabilidad hacia los demás, el servicio, la reconciliación… son algunos de los aspectos que tiene una relación estrecha con el mensaje de está solemnidad de santa María a quien se ha definido como el icono escatológico de la Iglesia.

La Asunción es una imagen expresiva de la obra de Cristo, el fruto que mejor podría definir y clausurar el ciclo de la encarnación, redención y resurrección de Cristo; muestra la verdad del amor de Dios al hombre, concretado en el encuentro personal definitivo, y glorioso, con su Madre.

Este dogma de la Asunción lo confesamos en un momento en que se quiere afirmar una conciencia materialista que sólo admite un posible paraíso terreno. La concepción de un mundo sin Dios. La Asunción nos recuerda el destino trascendente de la persona, la plenitud de su vocación. Que el ansia del hombre por permanecer no va a quedar frustrado.

María no sube al cielo desde sí sola, sino desde su ser Madre de Dios, y paradigma maduro de la Iglesia.

De alguna manera podríamos decir que lo femenino llega a la Trinidad por medio de María. Integra espíritu y materia. Anticipa el proceso universal de integración radical de todos los opuestos. Realiza uno de los anhelos más antiguos del hombre, sobre el que escribieron los Padres de la Iglesia: levantarse de la tierra a los cielos, unir al hombre con Dios.

Esto nos debe recordar que el verdadero hombre no está todavía en casa. Que queda un futuro abierto y fascinante por delante para seguir la obra sugerida por la obra de Dios en María. Que el mensaje de reconciliación del hombre con Dios que ha venido a traer Jesucristo, el Verbo de Dios, ha tenido una primera redacción de gran belleza en esta «carta de Dios», que es María.

Pero no ha debemos ser ingenuos, la escena de la Palabra de Dios se repite: el dragón se planta delante de la mujer que va a dar a luz para devorar al hijo. La mujer dio a luz; el Hijo es arrebatado hacia Dios y la mujer huye al desierto, donde tiene preparado un lugar…

Y esta lucha continúa. Entre el dragón y la Iglesia. La Iglesia sigue dando a luz a este Hijo, el Hijo que ha de gobernar todas las naciones, que ha de hacer fructificar más frutos de este árbol de la humanidad. Pero esta Iglesia, como la mujer tiene preparado un lugar en el desierto. Porque tiene necesidad de depositar toda su confianza en el Señor. Y es allí, en el desierto, el espacio elegido por Dios para seducir a la criatura.

Y seducidos por Dios, es cuando tenemos que releer esta carta de Dios, que es María. Releer todo lo que el amor de Dios ha ido escribiendo en su corazón y que ella proclama ahora en voz alta en su visita a su prima Isabel.

Aquí tenemos un programa concreto, nítido, luminoso. Debemos escucharlo hasta que sintamos la voz que nos pacifique el corazón, como el más hermoso y verdadero «te quiero».

La belleza no consiste en lo artístico genial, sino en el anticipo de la palabra soberana que «no vuelve vacía» (Is 55, 10), en lo imposible que se profetiza. Escribe el poeta León Felipe: Un escrito sin rima y sin retórica aparente se convierte de improviso en poema cuando empezamos a advertir que sus palabras siguen encendidas y que riman con luces lejanas y pretéritas que no se han apagado y con otras que comienzan a encenderse en los horizontes tenebrosos (Antología rota, Edit Losada, Buenos Aires, 72, p. 84).

Santa María es la carta más hermosa escrita por Dios para comunicarnos que su profecía no es imposible, que su palabra no vuelve vacía… Dios espera nuestra respuesta a su carta.