28 de abril de 2008

NUESTRA SEÑORA DE MONTSERRAT, PATRONA DE CATALUÑA

Solemnitat traslladada

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Ac 1, 12-14; Sl 86; Ef 1, 3-6. 11-12; Lc 1, 39-47

Hoy celebramos una solemnidad entrañable para todo nuestro pueblo de Cataluña: la Virgen de Montserrat. Y esta fiesta podríamos enmarcarla o centrarla, iluminada por la Palabra de Dios, en una palabra: «la montaña».

La Sagrada Escritura suele denominar «montes» a las personas que ofrecen luz y alimento para el alma. Los ángeles, los profetas y los apóstoles son «montes luminosos», en los cuales pone Dios sus fundamentos.

Hoy celebramos la solemnidad de la Virgen de Montserrat, y en ella, un «monte singular», encontramos luz y alimento para nuestra vida creyente. Lucas destaca en el relato de los Hechos la presencia de María entre los Apóstoles, en aquellos días que esperaban ser confirmados desde lo alto con el Espíritu Santo enviado por el Padre y el Hijo, para alumbrar el nacimiento de la Iglesia. La presencia de María debió ser un estímulo singular para la esperanza de los discípulos de Jesús, una compañía singular para una buena oración comunitaria en las primeras horas de la vida de la Iglesia, un ejemplo para abrir el silencio del corazón a la luz y el alimento de la Palabra de Dios.

La liturgia de esta solemnidad nos propone como segunda lectura el relato de Efesios en su capítulo primero, en el cual Pablo nos descubre el misterio de Dios escondido desde la creación de todas las cosas, y ahora revelado como salvación para todos los hombres, salvación que es una llamada a estar consagrados a El, en el amor. La revelación del Amor que tiene un rostro concreto en Jesús nacido de la Virgen María.

El evangelio vendrá a ser como un ejercicio concreto, vivo de esta revelación del amor divino mediante María en su visita a Isabel. El misterio escondido en el seno de Dios desde antes del tiempo, ahora se esconde en el seno de María. La eternidad se ha revelado, se ha manifestado en el tiempo, y lo hace escondiéndose en el seno de María. Un ejercicio primero de ocultamiento en el tiempo como para un primer ejercicio de adaptación a nuestra debilidad humana; o también un primer ejercicio de revelación divina que haga posible que la mirada humana pueda contemplar la divinidad.

Y María, en la montaña de Judea, a las puertas de la casa de Isabel, proclama la bondad de Dios; de un Dios bueno y amigo de los hombres: Proclama mi alma la grandeza del Señor, celebro al Dios que me salva. Un Dios cercano a todos los hombres y que desea la salvación de todos.

Escribe san Agustín: «Reciban los montes la paz para su pueblo y los collados la justicia. Los montes son las almas fuertes... Sólo recibieron la paz, que anuncian al pueblo, quienes contemplaron la Sabiduría misma, en la medida en que es permitido a la mente humana percibir con su vista lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni a la inteligencia del hombre fue dado jamás contemplar... Levantemos nuestros ojos a las montañas de donde nos viene el auxilio. Las montañas nos sirven de lo que reciben. El Señor. Mi fortaleza es el Señor, que ha hecho el cielo y la tierra...» (San Agustín, Sobre el evangelio de Juan, Trat1, 6, BAC 139, Madrid 55, p. 77).

Estas palabras tienen sobre todo una proyección en Santa María, la Madre de Dios. Alma fuerte, la mujer fuerte de la Escritura, de cuyo seno brota el manantial de la paz para todo el pueblo, porque previamente fue contemplativa de la Sabiduría, porque su mirada, sus ojos, estuvieron vueltos a la cima de la montaña, a la Montaña misma, porque «Cristo mismo es la montaña», dice Orígenes, «en Él hemos sido plantados, en Él hemos sido injertados, atended si dais fruto... La venida de nuestro Salvador en la carne es la piedra sacada del monte sin manos humanas. No bajó todo el monte, porque la fragilidad humana no podría captar toda su grandeza. Bajó sólo una piedra; pero se hizo un "gran monte"» (Orígenes, Homilías XIII, 3, y XVIII, 5 sobre Jeremías, SC 222).

Para subir al cielo hay que ser «montes en la virtud»; hay que dejar de ser valles, para comenzar a ser «monte de Dios». Si somos «montes» vendrá a nosotros la Palabra de Dios.

Y María, sobre todo, es «monte de Dios». Ella se identificó plenamente con la Montaña, con su Hijo Jesús. Ella, en su humillación, fue acogiendo la Palabra, y la Palabra la fue elevando hasta hacer de ella una montaña llena de belleza, montaña de la suprema Belleza, que aviva nuestro deseo de Dios, nos proyecta como ofrenda viva, como templo consagrado a la divinidad.

«Y así es Montserrat: de lejos os parecerá una nube azulada de perfiles fantásticos; y según por donde os acerquéis viene a vosotros como un castillo de gigantes y innumerables torres; pero en cuanto llegáis a sus pies se levanta dilatándose y lanzando hacia el cielo sus agujas envueltas en el velo de una niebla que se mueve como humo de incienso entre ellas y entonces Montserrat, más que otra cosa, es un altar, es un templo. Y creo que esta es su más profunda esencia: porque nunca me he sentido a mí mismo como un hombre en una montaña, sino siempre como un hombre dentro de un templo. Un templo abierto al cielo y a la dulce extensión de la tierra...» (Joan Maragall, Escrits en prosa. Articles. Montserrat, Edit. Selecta, Barna 60, p. 750).

Que María, monte de paz, montaña donde se nos manifiesta el misterio del Dios amor que nos salva, os acompañe cada día a cada uno, y a todos nosotros como comunidad monástica, a vivir esta experiencia inefable de Montserrat, y a vivir el gozo de ser experiencia de un templo donde siempre se cantan las alabanzas y la gloria de Dios.