19 de marzo de 2020

SAN JOSÉ, ESPOSO DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA

Homilía predicada por el P. José Alegre
2Sm 7,4-5.12-14.16; Sal 88; Rom 4,13-16.18-22; Mt 1,16-18.21-24

Hoy celebramos la solemnidad de san José. Quizás, más acordes a la singularidad de su persona, podríamos decir: Hoy celebramos la sencillez de san José, un corazón abierto al Misterio, un corazón atento y receptivo al Misterio. Por esto no tiene nada de extraño que la persona de san José resalte en el evangelio por su silencio. La presencia del Misterio en la vida del hombre como podemos contemplar en las Sagradas Escrituras siempre conlleva un profundo silencio de admiración, de adoración… Provoca el eco de un profundo silencio en aquel a quien se revela o se hace presente Cuando nosotros nos esforzamos en un camino ascético del silencio, siempre nos resulta difícil lograr un mínimo que ayude al clima de la vida de la comunidad. Lo contrario sucede cuando es el Misterio quien viene a ser una presencia viva en nuestras vidas.

Y ya no digamos cuando el Señor nos confía este Misterio. Es el caso de san José: se le confía el Misterio de un Dios que se reviste de nuestra condición humana. También a san María. Esta recibe el Misterio, canta las obras grandes de Dios en la historia y prácticamente ya no habla en todo el evangelio. Por eso María viene a ser el silencio del Evangelio. San José será su compañero fiel en cuidar este Misterio. Los dos silencios del Evangelio.

Y hoy la Iglesia se vuelve a san José celebrándolo y pidiendo para todos nosotros seguir siendo los buenos y fieles custodios de este Misterio para encaminarlo, como miembros de la Iglesia, hacia la perfección como pedimos en la oración-colecta de hoy.

Nos podemos preguntar sobre este camino de perfección. O quizás mejor volvernos hacia las enseñanzas de la Palabra Sagrada, que nos va siempre sugiriendo los caminos en nuestro peregrinar de esta vida.

En la primera lectura, David, reconociendo la grandeza y bondad de Dios hacia él quiere construirle un templo. El Señor no se lo permite, pero tiene la bondad de hacerle la promesa que lo hará un descendiente suyo, y que será un templo eterno, que se mantendrá para siempre, y en donde Dios se manifestará como Padre.

San Pablo hace una referencia interesante a Abraham. Este Patriarca, como sabemos, no viene después de David sino antes, pero resalta el Apóstol una Promesa, que se realizará en el futuro, realización que no viene determinada por la ley, sino por la fe. Una fe que ya sugiere la creencia en un Dios Padre de todos los pueblos, un Dios que es creador, y que hace revivir los muertos. Una figura, pues, que, aunque en el tiempo es antes de David, esa dimensión de la fe lo proyecta más allá de David, hacia el Misterio que será presencia viva y definitiva en la vida de la humanidad.

La Escritura no solo nos narra este crecimiento de la presencia del Misterio en la vida de los hombres, sino que la canta, aludiendo a una dinastía perpetua, a la fidelidad del Señor a sus promesas, a un Dios Padre, a un Dios Roca, a un Dios Amor.

Y toda esta trayectoria adquiere un nombre que revela a san José y le pide que le ponga por nombre Jesús. Un Salvador que llevará nuestros pecados a la Cruz y derramará su Espíritu de Amor, para que seamos piedras vivas y nos entreguemos a edificar aquel templo que David quería material, pero que Dios lleva a una dimensión más auténtica y profunda, un templo espiritual. Y este es el templo cuyas primeras piedras ponen con su silencio de adoración María y José.

El silencio de san José es la belleza del Misterio en su vida. Debe serlo en la nuestra, llamados a ser custodios del Misterio de Dios.

Mirad: Mahler en su segunda sinfonía escribe: «Yo pertenezco a Dios y retornaré a Dios. Dios me dará un cirio para iluminar el camino hacia la bendición de la VIDA ETERNA».

¿No creéis que el silencio de san José puede ser el cirio que ilumina la presencia del misterio que tenemos como custodia, mientras caminamos hacia la bendición de la VIDA ETERNA?