24 de mayo de 2015

DOMINGO DE PENTECOSTÉS

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hech 2,1-11; Salm 103; 1Cor 12,3-7.12-13; Jn 20,19-23

«El fuego escondido y como apagado bajo la ceniza de este mundo... estallará y abrasará divinamente la corteza de muerte». (Gregorio de Nisa, PG 45,708B)

La liturgia de esta solemnidad con la cual acabamos el tiempo de Pascua nos habla de fuego, de luz, de vida... Nos habla de un Espíritu a quien pedimos un rayo de luz, una luz que ilumine nuestros corazones con su luz, un Espíritu que nos consuele habitando en nuestro interior… un fuego que transforme nuestros corazones, como lo hizo con los Apóstoles.

Porque la experiencia a la que nos abre hoy la vida es de oscuridad, de muerte, de falta de paz. Falta paz en nuestro interior. Vivimos sobresaltados, inquietos, llevados por el ritmo frenético de la vida.

Celebramos la fiesta del Espíritu Santo, Pentecostés. Celebramos la fiesta de Alguien que tienes dentro de ti, Huésped del alma. Él es fuego, es luz y vida,… pero está escondido dentro, bajo la ceniza de muerte de este mundo.

Este Huésped está dentro de ti desde que te hizo presente en este mundo al nacer desde su manantial de vida; y, de manera especial, desde que te renovó sumergiéndote en el manantial de las aguas de vida nueva del Bautismo.

Celebramos con gozo esta solemnidad, pero nos tenemos que preguntar como despertamos este fuego escondido que llevamos dentro. Quizás mucho malestar que tenemos en nuestra vida se deba a tener encerrado ese fuego, a la vez que nos sentimos ahogados con las cenizas, los residuos de muerte de este mundo.

Porque si tu corazón está hecho, configurado, programado, para contemplar esa llama de fuego que llevas dentro, cuando se derrama como luz y como vida al exterior, y tus movimientos son más bien de cerrazón, de oscuridad y de muerte, estás viviendo en la contradicción. No tienes verdadera paz, aquella paz que da el Resucitado, que es un don de su Espíritu.

Quizás tenemos que contemplar la experiencia del salmista, que escribe un bello poema contemplando la obra de Dios. El salmo 103. En él todo está en movimiento. Un gran dinamismo de vida que le lleva a bendecir al Creador. El salmista pasea la mirada por la obra de la creación y se estremece de entusiasmo ante la belleza de tanta vida: «¡Qué grande eres, Señor! ¡Gloria al Señor por siempre! Todo vive gracias al aliento divino. Todo renace cuando él manda su espíritu de vida, su aliento».

Este salmo nos presenta al hombre como un trabajador que va a sus tareas en la viña del Señor; ahora le dilata el horizonte con la fiesta. El hombre debe gozar contemplando a un Dios feliz con su obra, debe gozar viendo feliz a Dios. «Que se alegre el Señor contemplando lo que ha creado; yo me alegro con él y le escribo este poema; mis versos y mis cantos de alegría son para él. ¡Que le sea agradable mi poema!»

El Señor ha derramado belleza, como dice san Juan de la Cruz:

«Mil gracias derramando,
pasando por estos sotos con presura,
y, yéndolos mirando,
con solo su figura
vestidos los dejó de hermosura…»

¿Cómo escribes tu poema al Señor? Tus cantos, tus palabras de vida, tus pensamientos, tus sentimientos… ¿son para él?

Esto nos lleva a contemplar la acción del Espíritu en la vida de los hombres. Pues en nuestra relación con los demás, tenemos más belleza, para escribir más versos en nuestro poema para Dios.

«Dios está metido dentro de su obra y actuando en ella» (A. Schökel), pero de una manera especial en su obra maestra principal que es el hombre, hasta el punto de llevar incorporada la misma imagen divina, para reeditar, en su vida, el amor. Por esto pedimos en la oración colecta de hoy: «derrama los dones de tu Espíritu y repite en los corazones de quienes creen en Ti lo que hiciste al principio de la predicación del Evangelio».

¿Y qué hizo?

Derramar dones diversos, para dar lugar a servicios diversos; todo viene de la misma y única fuente que es el Espíritu de Dios. Pero difícilmente haremos milagros diversos, si no somos conscientes de esa diversidad de dones que nos debe llevar a contemplar y escuchar la vida de los otros para aprender caminos de vida nueva, para aprender nuevas palabras, nuevas actitudes, pensamientos, sentimientos… que nos proporcionan materia para construir nuevos y bellos versos para que nuestro poema se agradable a Dios.

«Déjate conducir por la compasión, pues cuando ella se encuentra en tu corazón es en ti el icono de la santa belleza, a la semejanza de la cual has sido creado» (Isaac el Sirio, Discurso 1)

¡Que estalle el fuego escondido en tu corazón y pulvericen las cenizas de este mundo!

17 de mayo de 2015

ASCENSIÓN DEL SEÑOR

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hech 1,1-11; Salm 46,2-3.6-9; Ef 1,17-23; Mc 16,15-20

La imagen que sugiere la Palabra de Dios en esta solemnidad de la Ascensión es impresionante: Jesucristo rodeado de sus amigos, de sus discípulos; llegado un momento, él se eleva majestuosamente ante el asombro y la admiración de todos. Se quedan boquiabiertos hasta que les sacan de su silencioso asombro los dos hombres vestidos de blanco, y les invitan a mirar a la tierra.

Nosotros estamos llamados a vivir este mismo asombro al celebrar este misterio de Cristo acompañados del ritmo, de la letra y la melodía del salmo 46: «Dios asciende, sube entre aclamaciones… Aplaudid pueblos de todo el mundo...»

Cuando se trata de Dios, en la Sagrada Escritura se suele decir que baja. Dios baja a buscarnos al país de nuestras esclavitudes y nos sube a la tierra de de la libertad. Aquí, no, Dios asciende acompañado de un inmenso coro. El coro de los pueblos de todo el mundo. Coros y música. Aclamad, aplaudid… «Con la voz y con las manos —dice san Agustín—, aclamando con la voz de la alegría…» Batid palmas pueblos todos, los pueblos de todo el mundo. Un inmenso coro de toda raza y condición humana aclamando a Dios. Un Dios que sube, Cristo, en un horizonte vespertino, en la plenitud de los tiempos, cuando los últimos rayos de sol del día iluminan con fuego las nubes, y una brisa suave moviendo sus vestidos, que los compositores de algún himno gregoriano ha sabido recoger en el ritmo de su melodía.

«Dios asciende entre aclamaciones, el Señor al son de trompetas», canta el salmista describiéndonos un escenario grandioso, de victoria y de fiesta. La escena que nos sugiere es majestuosa, de una belleza singular. Por esto nos invita a sumarnos a la fiesta, a la alegría de la victoria de Cristo: «Batid palmas, aclamad con gritos de júbilo, tocad con maestría, cantad himnos. Dios reina…»

El poeta Claudel ha reflejado la alegría del salmo: «Aplaudid todas las naciones del universo. Dios sube con los acentos de la trompeta y sonidos de victoria. Dios sube y todas las naciones hechas una sola de todas. Todas las naciones para elevarlas todas a él…»

Me decía una persona en una ocasión: Yo llevo la música en la sangre. Y veía que esa persona, efectivamente, vivía la música y miraba de contagiar a quienes estaban a su alrededor.

Vosotros también tenéis la música en la sangre, en este caso, es la melodía de este precioso salmo. Es la melodía de Dios. Grabada a fuego en vuestro corazón. Es el fuego de Dios hecho DESEO, que quiere hacer de todos los pueblos uno. El mismo nos lo dice en el evangelio: «He venido a prender fuego y que quiero sino que arda…»

Mirad: Aquella melodía de Cristo subiendo que dejaba a los discípulos boquiabiertos ha pasado a vuestro corazón, donde está la letra y la melodía de Dios.

Nos lo enseña muy bien san Agustín cuando escribe sobre «un Dios que es más íntimo a nosotros que nosotros mismos».

Y nos recuerda santa Teresa con sus versos:

«Alma, buscarte has en Mi,
y a Mi buscarte has en ti».

Por esto Jesús invita a los discípulos a no mirar a lo alto sino a caminar por esta tierra y les dice: «Id por todo el mundo y predicar la Buena Noticia del Evangelio».

Era la melodía nueva que continuó asombrando aquella sociedad antigua. Llevaban el fuego de Dios, una nueva sabiduría para la vida de la humanidad.

La melodía de esta sabiduría nueva la necesita hoy el mundo, la necesitamos todos. San Pablo nos exhorta a pedirla al Señor: «pedir al Señor una comprensión profunda de su misterio, y de la revelación que nos ha hecho por medio de su Hijo Jesucristo. Que nos abra la inteligencia para conocer la esperanza a la que nos llama y las riquezas de la gloria que nos tiene reservadas».

La melodía de Dios está dentro de vuestro corazón, pero tenemos necesidad de ensayarla por los difíciles caminos de esta sociedad, lo cual nos pide trabajar por hacer un buen coro, porque las voces del coro se amplíen. Esto viene a ser colaborar en la obra de Dios con nuestro servicio a la reconciliación y a la unidad, sin lo cual difícilmente puede funcionar un coro, llamado a cantar con voces diversas un mismo salmo de alabanza a Dios.