18 de febrero de 2015

MIÉRCOLES DE CENIZA

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Joel 2,12-18; Sal 50 3-6.12-14.17; 2Cor 5,20-6,2; Mt 6,1-6.16-18

Se levanta el telón: estamos una año más en Cuaresma. Estamos un año más en el atrio de la Pascua. Éste es un tiempo para que renazca el hombre nuevo que empezamos a ser cuando recibimos el sacramento del bautismo, y nos convertirnos en templos del Espíritu de Cristo.

El ritmo de nuestra vida humana va también paralelo al ritmo de la creación. También en nuestra vida se suceden las cuatro estaciones. Ahora llega la «sagrada primavera de la Iglesia», que así es como llaman los Padres a la Cuaresma. En la primavera empieza a percibirse el aroma de la vida nueva. El Papa Francisco en su mensaje cuaresmal nos dice:

«La Cuaresma es un tiempo de renovación para la Iglesia, para las comunidades, para cada creyente. Pero sobre todo es un tiempo de gracia».

Es decir un tiempo para estar atentos al renacer de una vida nueva, como buenos discípulos en la escuela del servicio divino, una vida nueva que recibimos como un don de Dios que va marcando el camino. No demos lugar en nuestra inconsciencia a la indiferencia. Esta es otra palabra que subraya el mensaje papal:

«La indiferencia hacia el prójimo y hacia Dios es una tentación real también para los cristianos… Hoy hay una globalización de la indiferencia. Por eso necesitamos oír en cada Cuaresma el grito de los profetas que levantan su voz y nos despiertan».

Y cuando empieza este tiempo de renovación, como cuando empieza a apuntar el aroma de la primavera, es importante llevar a cabo la poda para que el árbol, a su tiempo, dé un fruto más abundante. Y aquí escuchamos la voz del Amado:

«¡Levántate, amada mía,
hermosa mía, ven a mí!
Porque ha pasado el invierno
las lluvias han cesado y se han ido,
brotan las flores en la vega,
llega el tiempo de la poda…»
(Ct 2,10s)

«La poda, dice Orígenes, es la remisión de los pecados la reconciliación con Dios. Es a lo que nos exhorta san Pablo: “os lo pedimos en nombre de Cristo: reconciliaros con Dios. Y es ahora la hora favorable, el día propicio para no malversar la gracia”. Es el tiempo de la poda, el día favorable de la gracia. Por esto dice la Palabra:”Todo el que permanece en mí y da fruto, mi Padre lo poda para que dé más fruto”. Da fruto, pues todo lo infructuoso será quitado. Y qué frutos son los que tenemos que dar? Aquellos que suscita la Palabra de Dios, de la que dice el profeta: “como baja la lluvia sobre la tierra y no vuelve vacía sino quela fecunda y la hace dar fruto, así será mi palabra”».

Por ello añade san Ireneo: «Durante cuarenta días aprendió —Moisés— a retener las palabras de Dios, los caracteres celestes, las imágenes espirituales y las figuras de las realidades a venir».

Esto viene a ser la conversión del corazón, volvernos hacia Dios, rasgar el corazón para que entre con fuerza el soplo del espíritu de Dios y nos renueve desde lo más entrañable de nuestro ser. Esto es también lo que nos sugiere hoy la palabra de san Mateo en el evangelio «orar desde el lugar más escondido», buscar el silencio y la soledad que nos permita escuchar su palabra.

Y por aquí van también las tres recomendaciones del Papa para este tiempo de poda, para este tiempo de Cuaresma:

«Si un miembro sufre todos sufren con él (1Cor 12,26). Es decir permitir a Dios que revista de bondad y de misericordia, que nos revista Cristo, que nos dejemos servir por Cristo y aprender de él a ser servidores de nuestros hermanos».

Este punto nos despierta la conciencia de tener presente a nuestros hermanos, y que debemos hacer el camino que nos lleve a cada hombre, pues por todos muere y resucita Jesucristo.

Y esto lo plasma perfectamente san Mateo cuando nos aconseja una limosna hecha con discreción, pero con generosidad; así como un ayuno que nos proporcione una cara bien sonrosada y rejuvenecida.

No es fácil la poda; nos cuestan siempre los recortes. Nos acostumbramos a un bienestar y nos cuesta volver a una sana sobriedad. Por ello el Papa hace una última invitación a «fortalecer el corazón». El camino de este fortalecimiento es, primero de todo, guardar la Palabra en el corazón, dejarnos iluminar por su sabiduría y abiertos a seguir su interpelación.

Contemplada así la Cuaresma como un camino a la Pascua puede ser un camino muy vivo y apasionante, pues nos ayudará a tener un corazón fuerte y misericordioso, vigilante y generoso, que no se deja encerrar en sí mismo y no cae en el vértigo de la globalización de la indiferencia.

2 de febrero de 2015

LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Ml 3,1-4; Sl 23, 7-10; He 2,14-18 Lc 2,22-40

«Lo mismo que una candela en su candelero.
¿Dónde hallaréis el trigo? En la espiga
¿Dónde encontraréis el racimo? En la cepa
¿Dónde estará Jesús? En brazos de su Madre
Igual que una candela puesta como Dios
manda: en su candelero».

Ha venido de Oriente la Luz. «Luz para iluminación de los paganos y gloria de tu pueblo Israel», canta Simeón. Esta Luz es sostenida por las manos suavísimas de la Madre. Así brilla y brillará siempre: lo mismo que una candela en su candelero.

Destaca, en esta escena de la Presentación de Jesús en el templo, la profecía del anciano Simeón, donde podemos contemplar dos momentos: el primero es de alabanza y despedida. Ha llegado a los hombres la luz de Dios. Luz que viene como salvación para todos los pueblos. Simeón es portavoz del pueblo de Israel que ha terminado su camino de esperanza, ha realizado su misión y ya puede morir, debe morir, para que surja el pueblo universal de los cristianos. Se ha cumplido la profecía que anunciaba el Benedictus: «nos ha visitado el Sol que nace de lo alto, para iluminar a los que yacen en tinieblas, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz». Por ello, exclamará tiempo después el mismo Jesús: «Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). Con este camino, con esta opción o con este rechazo se inicia un camino, un proceso, «para que los que no ven vean y los que ven queden ciegos» (Jn 9,39).

Es la eterna tensión entre la luz y las tinieblas, que queda más de relieve en el segundo momento de la profecía de Simeón, que se centra en María, y le anuncia la suerte de su hijo, con la palabras: «y a ti una espada te atravesará el alma». María acepta la Luz, acepta el camino de Jesús. No se queda en Israel. No ve la tierra prometida para morir antes de poseerla. Nace de nuevo para hacer el camino de Jesús en un proceso de transformación creyente, dolorosa y creadora que le lleva de la comunión judía a la nueva comunión del Cristo que es la Iglesia. Y en este camino va a padecer la angustia de la espada.

Es la eterna tensión entre la luz y las tinieblas. Una tensión que contemplamos en la misma naturaleza: amaneceres de gran belleza, con una tenue claridad donde se va afirmando, lentamente, en un espectáculo bello, la nueva luz vestida de colores esplendentes, como preámbulo del nacimiento y presencia luminosa del sol en la vida humana, hasta que llega el atardecer envuelto en una nueva fiesta de luz y de color, pero también de nostalgia, de la luz que se va desvaneciendo a través de las sombras grises de la tarde, que aviva el deseo de nueva luz del nuevo día que llegará puntualmente. El día muere pero en el silencio de la noche vuelve a recuperar la fuerza y la luz de la vida.

Y esta tensión de luz y tinieblas es también la que tiene lugar también en nuestra vida personal, en nuestras relaciones con los demás. También en nuestra relación con Dios, el Dios de la luz.
«Caminamos a la luz de la vida, a la luz del Señor» dice la Escritura. La vida por encima de todo es luz, aunque no con la misma intensidad en cada uno de nosotros, pero nuestra tarea, nuestra pasión debe ser buscar a Aquel que nos dice «yo tengo la luz de la vida. Yo soy la luz del mundo». ¿Donde se halla esta luz? En el candelero. La candela en el candelero. Agarremos el candelero y dejemos que nos ilumine la candela, y aumente nuestro deseo de la luz.

«Sirvámonos de la luz de los cirios, a fin de manifestar el divino resplandor de Aquel que viene hacia nosotros, y con cuya luz todas las cosas resplandecen, y quedan iluminadas por la luz eterna. Que la luz de los cirios sirva también para poner de manifiesto el resplandor del alma con el que debemos salir al encuentro de Cristo. Así como la Virgen inviolada llevaba oculta entre los pañales la luz verdadera y la mostró a quienes yacían en las tinieblas, así también nosotros, iluminados con el resplandor de los cirios y llevando en las manos la luz que a todos se manifiesta, apresurémonos a salir al encuentro de Aquel que es la verdadera luz» (San Sofronio de Jerusalén, Homilía sobre la Hypapante).