29 de junio de 2014

SAN PEDRO Y SAN PABLO, APÓSTOLES

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hech 12,1-11; Salm 33, 2-9; 2Tim 4,6-8.17-18; Mt 16,13-19

«Estos santos, cuyo glorioso martirio celebramos nos ofrecen muchos motivos y materia abundante de qué hablar. Aunque temo que con tanto repetir las palabras de salvación pierdan su valor. La palabra humana es algo insignificante y etéreo, no pesa nada, ni se detiene jamás, carece de valor y consistencia. Vuela como la hoja en alas del viento y nadie la ve. Hermanos, ninguno de vosotros reciba o desprecie de ese modo la Palabra de Dios. Os digo sinceramente que mejor le hubiera sido a ese tal no haberla oído. Las palabras de Dios son frutos llenos de vida, no simples hojas; y si son hojas, lo son de oro. Por tanto no las tengamos en poco, ni pasen de largo, ni dejemos que se las lleve el viento». (San Bernardo, Sermón 2)

Para que den ese fruto lleno de vida es necesario que pongamos nuestra vida a la luz de la Palabra de Dios o bien que ante la proclamación de esta Palabra me pregunte como se cumple en mi vida. Hoy, en esta fiesta, la Palabra es muy directa. Hemos escuchado como Jesús caminaba con sus discípulos por la región de Cesarea y les pregunta acerca de la opinión de la gente sobre él. Pero Jesús se detiene sobre todo en la opinión que tienen de él, ellos, sus discípulos, sus amigos. Nosotros, con frecuencia somos dados a hablar de terceros: se dice, han dicho… Somos bastante indefinidos en nuestra vida; pero Jesús busca una claridad meridiana en su relación con quienes creen en él: «Y vosotros ¿Quién decís que soy yo?».

Y Pedro da una pronta respuesta sugerida por inspiración del Padre, como señala el mismo Jesús. Pero no es la respuesta de alguien que está cogido por completo por el amor del Padre. Por ello, a continuación de esta escena Pedro se deja llevar por la carne y la sangre, increpando a Jesús cuando les anuncia su Pasión: «¡Lejos de ti tal cosa, Señor!» Y Jesús tiene palabras duras con él: «Aléjate de mí, Satanás. Eres para mí piedra de tropiezo».

El Papa Francisco dice a este respecto: «Cuando dejamos que prevalezcan nuestras Ideas, nuestros sentimientos, la lógica del poder humano, y no nos dejamos instruir y guiar por la fe, por Dios, nos convertimos en piedras de tropiezo».

Nosotros ¿Quién decimos que es Cristo? Nosotros, que nos hemos comprometido a decirlo con una fe, que es, siempre, una relación viva personal con Jesucristo. ¿Quién decimos que es? ¿Tenemos esta relación personal? Se refleja en nuestra vida?

¿Se refleja como se reflejó en la vida de san Pablo según nos habla en la lectura segunda? En esta lectura hemos escuchado las palabras conmovedoras de san Pablo: «He luchado el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe». (2 Tm 4,7)

«¿De qué combate se trata? —se pregunta el Papa Francisco—. No el de las armas humanas, que por desgracia todavía ensangrientan el mundo; sino el combate del martirio. San Pablo sólo tiene un arma: el mensaje de Cristo y la entrega de toda su vida por Cristo y por los demás».

La Palabra de Dios vivida con fidelidad por Pablo nos interpela hoy a nosotros, en el camino de nuestra vida.
El Señor da fuerzas para vivir y proclamar el mensaje del Evangelio. Pero depende de nosotros el pedir estas fuerzas, guardar la fidelidad a la Palabra, vivirla para que podamos decir con Pablo: «A él le sea dada la gloria por los siglos».

«¡Qué alegría creer en un Dios que es todo amor, todo gracia! —dice el Papa Francisco—. Esta es la fe que Pedro y Pablo recibieron de Cristo y transmitieron a la Iglesia. Alabemos al Señor por estos dos gloriosos testimonios, y como ellos dejémonos conquistar por Cristo, por la misericordia de Cristo».

22 de junio de 2014

SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y DE LA SANGRE DE CRISTO

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Deut 8,2-3.14.16; Salm 147,12-15.19-20; 1Cor 10,16-17; Jn 6,51-59

Celebramos la solemnidad del Corpus Christi, el Cuerpo de Cristo. Él entrega gratuitamente su vida, gracias a un amor llevado al extremo, un amor más fuerte que la muerte, que desborda el tiempo, y nos pone en los confines de la eternidad. Y que al entregarnos este amor nos incorpora a todos, como amigos, a una comunión en su amor, hace de todos nosotros su cuerpo. De esta relación de amor con Cristo, el Amado, escribe Ramón Llull: «El Amigo se levantó de madrugada para buscar a su Amado. En su camino encontraba mucha gente a la que le preguntaba: ¿Habéis visto a mi Amado? Y le respondían: —¿Desde cuándo los ojos de tu alma le han perdido de vista? Y el Amigo respondía: los ojos del alma le pierden vista cuando solamente lo ven a través de ellos; pero los ojos del cuerpo lo ven sin cesar, porque todas las cosas visibles nos lo hacen presente».

Para buscar, encontrar y gozar del Amado no bastan los ojos del alma, o si queréis la dimensión espiritual. Son necesarios también los ojos del cuerpo. Es decir la relación con el Amado, con Cristo es una relación que estamos llamados a vivir con toda la armonía de nuestra vida personal. Que se complementa con una relación a través de la armonía y belleza de la creación. Lo sugiere hoy la misma palabra de Jesús: «Yo soy el pan vivo. El pan que os daré es mi carne para dar vida al mundo. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna». Se contempla pues aquí una relación de vida, una relación de la persona de Jesús con nuestra propia vida personal. No se puede tener una relación meramente espiritual con Cristo, ni tampoco una relación material. Ha de ser una relación completa de persona a persona. La persona completa es cuerpo y espíritu.

Por ello exhortaba el Papa en su visita a unas religiosas: «Este es vuestro camino: no demasiado espiritual. Cuando son demasiado espirituales, pienso, por ejemplo, en santa Teresa, la fundadora de los monasterios que son vuestra competencia. Cuando una religiosa iba a ella, oh, con estas cosas (demasiado espirituales) decía a la cocinera: “dadle carne”». Y añade el Papa: «Cuando un consagrado a Dios va por el camino de la contemplación de Cristo, de la plegaria y de la penitencia, con Cristo viene a ser profundamente humano. Llamado a tener gran humanidad, capaz de comprender todas las cosas de la vida, ser personas que captan los problemas humanos, que saben perdonar».

O sea que la relación personal con Cristo, el comer su pan y beber su sangre nos enseña que formamos todos un Cuerpo, que ha de ser vivificado por el mismo Espíritu de Cristo. Escribe Ramon Llull: «Sobre el Amor, muy por encima está el Amado, y bajó el Amor, muy por debajo, está el Amigo. Y el Amor, que está en medio, baja el Amado al Amigo, y sube el Amigo al Amado. Y en la bajada y en la ascensión tiene su principio el Amor, por el cual languidece el Amigo y es servido el Amado».

El Amado baja. Dios se hace presente en el Amor del Hijo e inicia un diálogo de amor. Nos habla de manera elocuente de la novedad del Amor de Dios. Un Dios que espera una respuesta de amor. Así en toda amistad verdadera: inicia quien tiene una riqueza y generosidad mayor y busca y espera una respuesta adecuada a aquella iniciativa.

El pueblo de Israel consciente de esta predilección de Dios recuerda el camino que el Señor ha hecho con ellos a través de desierto. El pueblo de Israel recuerda la presencia de Dios en su historia a lo largo de los siglos. Un recuerdo que le estimulaba a volver a la fidelidad a la Palabra del Señor.

Esta actitud es también importante y necesaria en nuestra vida: recordar los beneficios de Dios para con nosotros. Beneficios a nivel humano de nuestra propia vida. Y los beneficios que recibimos en nuestra vida de fe. El recuerdo es importante y necesario en nuestra vida.

Recordar sobre todo el don de la vida. Esta vida que vivimos con un ritmo muy inconsciente, pero en la cual vale la pena despertar y valorar lo mucho que hemos recibido: del Señor, de los padre, de amigos… Valorar tanta belleza que ha derramado Dios en nuestro mundo. Recordar la presencia de Dios en nuestra historia… Y agradecer sobre todo este don de Dios mediante el pan de la vida que nos da ya la vida eterna. Agradecerlo viviendo el servicio del amor en nuestra comunidad, en nuestra vida cristiana.

8 de junio de 2014

SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hech 2,1-11; Salm 103; 1Cor 12,3-7.12-13; Jn 20,19-23

Jesús Resucitado se presenta en medio de sus discípulos y les dice: «Paz a vosotros». Les enseña las señales de su Pasión y repite: «Paz a vosotros». Y a continuación alienta sobre ellos y les dice: «recibid el Espíritu Santo».

San Pablo enseña que «nadie puede decir: “Jesús es el Señor”, si no está impulsado por el Espíritu Santo». Es sólo el Espíritu Santo, el don de Cristo Resucitado, quien nos hace reconocer la verdad de Jesús, sus palabras, su vida. Ya en la Última Cena, Jesús asegura a sus discípulos que el Espíritu Santo les enseñará todas las cosas, recordándoles sus palabras (cf. Jn 14,26). Es el Espíritu Santo quien genera la paz que ofrece la Palabra de Jesús Resucitado. El aliento de Jesús es el Espíritu Santo, el Espíritu Santo es la paz que transmite la Palabra de Jesús

«¿Cuál es entonces la acción del Espíritu Santo en nuestras vidas y en la vida de la Iglesia? se pregunta el papa Francisco. Y continua diciéndonos: En primer lugar, recuerda e imprime en los corazones de los creyentes las palabras que Jesús dijo, y precisamente a través de estas palabras, la ley de Dios —como lo habían anunciado los profetas del Antiguo Testamento— se inscribe en nuestros corazones y en nosotros se convierte en un principio de valoración de las decisiones y de orientación de las acciones cotidianas, se convierte en un principio de vida. Se realiza la gran profecía de Ezequiel: “Los purificaré de todas sus impurezas y de todos sus ídolos. Les daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo... infundiré mi espíritu en vosotros y haré que sigáis mis preceptos, y que observéis y practiquéis mis leyes”. (36,25-27) De hecho, de lo profundo de nosotros mismos nacen nuestras acciones: es el corazón el que debe convertirse a Dios, y el Espíritu Santo lo transforma si nosotros nos abrimos a Él».

Tenemos necesidad de dejarnos impregnar por la luz y la sabiduría de este Espíritu Santo, porque solo él nos introduce en la verdad de la vida que es la verdad de Dios, de Dios que es el Señor de la vida, una vida que estamos maltratando a todos los niveles: a nivel de la naturaleza, provocando que nuestro planeta sea cada día más inhóspito, más irrespirable, que estamos maltratando a nivel humano en el camino de una desigualdad creciente que nos establece en una edad media feudal más inhumana, con señores feudales más refinados y crueles, y una masa humana más esclavizada, o por lo menos más consciente de su esclavitud, y por tanto más triste y frustrada...

Necesitamos dejarnos impregnar por la luz y la sabiduría del Espíritu Santo. Que este Espíritu Santo nos recuerde hoy y mañana las palabras de Dios: «Os doy la paz. No os la doy como la da el mundo».

Y no la da como la da el mundo, porque Cristo es la paz; Cristo es la verdadera paz capaz de engendrar paz en nuestro corazón, si nosotros se lo permitimos. Y en Cristo encontramos la verdadera sabiduría para construir la paz de nuestro cuerpo que tiene una diversidad de miembros muy diferentes, para construir, de la misma manera, la paz del cuerpo de Cristo que formamos todos y que, aún siendo muchos y bien diferentes nos quiere en la unidad que edifica su paz.

Un primer momento privilegiado para recibir esa paz es la Eucaristía, donde se nos invita a darnos la paz, precisamente antes de recibir a Cristo en la comunión, en el pan consagrado. Ahí, en ese pan está el Espíritu de Jesús, como nos enseña el himno de san Efrén:

«Señor, en tu pan está escondido
el Espíritu que no puede ser consumido.
En tu vino permanece, Señor,
el fuego que es imposible de beber.
El espíritu está así en tu Pan
y el Fuego reside también en tu vino:
una maravilla manifiesta,
la que nuestros labios han acogido».

Pero después viene otro momento también privilegiado y decisivo: llevar esta paz a la vida cotidiana, trabajar con firmeza y generosidad esta paz día a día en las difíciles relaciones humanas, buscar reforzar esta paz en una comunión con el esplendor y belleza de la creación donde está latiendo el amor y la paz del Creador. Si queremos la paz, si deseamos la paz del corazón, no podemos dar la excedencia al Espíritu. No podemos dejar en el paro al Espíritu Santo, sino que debemos tenerlo en un ejercicio permanente. Por esto el papa Francisco nos invita a decir esta breve oración:

«Espíritu Santo, que mi corazón esté abierto a la Palabra de Dios, que mi corazón esté abierto al bien, que mi corazón esté abierto a la belleza de Dios, todos los días».

1 de junio de 2014

ASCENSIÓN DEL SEÑOR

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hech 1,1-11; Salm 46,2-3.6-9; Ef 1,17-23; Lc 24,46-53

La fiesta de la Ascensión no nos habla de un alejamiento de Cristo, sino de su glorificación en el Padre. Su cuerpo humano adquiere la gloria y las propiedades de Dios antes de encarnarse. Con la Ascensión, Cristo se acerca más a nosotros, con la misma cercanía de Dios. Es también una fiesta de esperanza, pues con Cristo una parte, la primicia de nuestra humanidad, está con Dios. Con él, todos nosotros hemos subido al Padre en la esperanza y en la promesa. En la Ascensión celebramos la subida de Cristo al Padre y nuestra futura ascensión con él. Al celebrar el misterio de la Ascensión del Señor, recuerda que EL CIELO ES NUESTRA META y que la vida terrena es el camino para conseguirla.

Dios, por medio de su Hijo nos ha abierto el camino. Un Dios humanizado profundamente como nos sugiere el verso de san Efrén:
«Su cuerpo se ha mezclado
con nuestros propios cuerpos.
Su sangre se ha vertido
en nuestras propias arterias.
Su voz en nuestras orejas
en nuestros ojos su luz,
él y nosotros, todo enteros
mezclados por gracia».

Este Misterio es motivo de gozo y santa alegría y de agradecimiento a nuestro Dios, que nos da la esperanza de nuestra glorificación, como pedimos también en la Oración-colecta de la Misa de hoy. Y para hacer este camino encarga a sus discípulos la misión de ser sus testigos y de incorporar a las gentes al Misterio de Amor Trinitario mediante la predicación, el bautismo y la enseñanza y vivencia de sus mandamientos en una comunión fraternal. Y hoy somos nosotros quienes recibimos su Palabra de vida, para que la vivamos y la anunciemos con nuestras obras.

Todo esto nos pide vivir con un corazón dilatado y una mirada profunda sobre la vida misma, como escribe un místico sufí del siglo IX:
«Antes de irte me dijiste:
desde ahora ya no verás
nada de lo que mires,
a no ser que me veas
en todo cuanto mires».

Necesitamos la mirada de Jesús, aquella mirada capaz de llegar al corazón de Pedro y hacerle consciente de su pecado. Necesitamos el corazón de Jesús, aquel corazón de donde siempre salía una palabra de acogida y de perdón.

Necesitamos conocer más profundamente a este Jesús, que hoy celebramos glorificado a la derecha del Padre, pero que nos deja su Espíritu para mirar, no al cielo, sino para estar atentos a caminar entre las gentes como Él lo hacía. Necesitamos pedir este don del conocimiento de Jesucristo, nuestra esperanza de salvación. Necesitamos hacer con las palabras de san Pablo a los efesios hacer nuestra oración:

«Concédenos los dones espirituales de una comprensión profunda del hombre y de la Revelación divina. Concédenos conocer tu verdad, para amar la pequeña verdad de nuestros hermanos.

»Danos tu luz, tu luz que brille en nuestros ojos, en nuestra mirada del corazón. Luz para iluminar y acoger a otros. Danos también aprender la verdadera grandeza del poder, que no es el poder de este mundo sino aquel poder que tú pones en el corazón del que cree en ti. Danos este poder de ser eficaces en la creación de una vida nueva. Tú que lo eres todo y que estás en todos, concédenos hacer este camino con una alegría santa».

No hay que mirar al cielo. El cielo está donde está Dios. Y este Dios sorprendente ha hecho del corazón humano su casa, su cielo. No hay que mirar al cielo. Hay que mirar al corazón y caminar con los pies en la tierra, pero con el vivo deseo de la plenitud divina en nuestro caminar.