21 de marzo de 2014

EL TRÁNSITO DE NUESTRO PADRE SAN BENITO, ABAD

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Gen 12, 1-4; Sal 15, 1-2.5.7-8.11; Jn 17, 20-26

¿Qué es un monje? Y la respuesta de san Basilio es breve y clara: un cristiano. «La vida monástica —explicita en una de sus cartas— es simplemente la vida cristiana vivida de un modo radical, la vida según el evangelio».

Sobre este punto: «ser cristiano», habló el papa Francisco recientemente, refiriéndose a la coherencia cristiana: «Ser cristiano significa dar testimonio de Jesucristo. En todas las cosas de la vida es necesario pensar como cristiano, sentir como cristiano y actuar como cristiano. Esta es la coherencia de vida de un cristiano que, cuando actúa, siente y piensa, reconoce la presencia del Señor. Si falta una de estas características no existe el cristiano. Los cristianos que viven con incoherencia hacen mucho mal».

La vida cristiana no es otra cosa que acoger a Dios continuamente, como se nos ha revelado en su vida encarnada en nuestra humanidad, en Jesucristo. Es la vida del monje que la Regla nos plantea de modo muy expresivo: no anteponer nada a Cristo. Esto nos lleva salir de nosotros mismos, a buscarlo y darnos por completo a él. Entonces nuestra vida es verdaderamente vida en una humilde simplicidad, una dulzura pura, una plenitud de paz. Arraigados en la paz, nosotros no viviremos sino la vida de los ángeles, no viviremos sino la vida de Dios.

No hay espacio ni tiempo que él no llene con su inmensidad. Acogerlo ahora, acogerlo siempre, hasta la eternidad. Abrirnos y acogerlo para dilatarnos a nosotros mismos en su divina inmensidad, para que el Verbo que hemos escuchado nos lleve en esta ascensión al seno del Padre, y en esta ascensión del Verbo al Padre ser llevados por el Espíritu y perdernos en Dios. Perdernos en la inmensidad acogedora de su misterio de amor, de ese misterio de amor y de comunión que es la vida trinitaria.

Y por esta incorporación ora de manera especial, Cristo: «Que todos sean uno; como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno, para que el mundo crea que tú me enviaste». Se dejaran llevar por la fuerza y la sabiduría del espíritu de amor que reciben después de la Resurrección, y el mundo creerá, gracias a la fuerza y generosidad de la comunión en el amor que habrá en ellos.

Buscar a Dios de verdad (RB 58,7) es el camino del monje, vida de peregrino, camino permanente de interiorización hacia el santuario de nuestro corazón donde Dios ha derramado su Espíritu de Amor

Es el camino que vivió Abraham: salió de su casa, hacia la tierra que le iba a mostrar Dios. Se fió de Dios y así hace fecunda en su vida la bendición de Dios. Es el tránsito hermoso de Abraham. Salir de la ignorancia de su tierra nativa, para pasar a ser una referencia de fe en Dios para todas las generaciones. Vivir muriendo a sí mismo, para llegar a ser una referencia de vida para muchos.

Este es también el tránsito de san Benito: un camino permanente, una experiencia permanente de morir a sí mismo, para ir despertando a una vida nueva, profunda, de plenitud. Para ir ascendiendo a la comunión de amor trinitario. Es el camino que contemplan dos discípulos en una revelación el día de su muerte: «Vieron un camino adornado de tapices y resplandeciente de innumerables lámparas, que por la parte de oriente, desde su monasterio, se dirigía derecho hasta el cielo. En la cumbre, un personaje de aspecto venerable y resplandeciente les preguntó si sabían qué era aquel camino que estaba contemplando. Ellos le contestaron que lo ignoraban. Y entonces les dijo: este es el camino por el cual el amado del Señor Benito ha subido al cielo» (Diálogos II, 37).

Benito vive la vida como un camino que busca adentrarse en el misterio del Amor, y escribe su Regla para que muchos otros vivan el mismo tránsito a ese Misterio divino. Un camino, un tránsito que no hacemos en solitario, sino en comunidad, porque nuestro destino es también la comunidad trinitaria.

El tránsito a la eternidad.

«¡Eternidad!, ¡eternidad!, este es el anhelo; la sed de eternidad es lo que se llama amor entre los hombres, y quien a otro ama es que quiere eternizarse en él. Lo que no es eterno tampoco es real. La vanidad del mundo y el cómo pasa, y el amor son las dos notas radicales y entrañadas de la verdadera poesía. El sentimiento de la vanidad del mundo pasajero nos mete el amor, único en que se vence lo vano y transitorio, único que eterniza la vida». (Unamuno, Del sentimiento)

Este debe ser nuestro camino, nuestro transito en esta vida: el deseo de eternidad, y vivir este deseo con la fuerza del amor. Y vivirlo en el seno de una comunidad que nos ayuda cada día a purificar el corazón, a dilatarlo con el deseo.

19 de marzo de 2014

SAN JOSÉ, ESPOSO DE LA VIRGEN MARÍA

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
2Sam 7,4-5.12-14.16; Salm 88,2-5.17.29; Rom 4,13.16-18.22; Mt 1,16.18-21.24

«Porque tú haces tablas en tu orgullo,
¿quieres pedir realmente cuentas a Aquel
que, con modestia, de esa misma madera,
hace brotar las hojas y abultar los capullos».

(R.M.Rilke)

El poeta recoge bien la vibración del evangelio que nos muestra a san José desconcertado ante el misterio de Dios que se empieza a manifestar a través del embarazo de María, desconcertado pero abierto a esta luz del misterio divino que lentamente se va levantando en el horizonte de la humanidad.

Dios es discreto, y hace brotar con modestia las hojas y las flores de primavera. El misterio de Dios arraiga con suma discreción y sencillez en la vida de los hombres para manifestarse, a su tiempo, con toda la fuerza y esplendor de vida, y capaz de transformar la vida de la humanidad. Y con está discreción y sencillez se manifiesta y arraiga en la vida de san José como nos narra el evangelio: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer, porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,20-21).

«En estas palabras —explicaba Juan Pablo II— se halla el núcleo central de la verdad bíblica sobre san José, el momento de su existencia al que se refieren particularmente los Padres de la Iglesia». Y todavía abundará en este punto al afirmar que: «Desde los primeros siglos, los Padres de la Iglesia, inspirándose en el Evangelio, han subrayado que san José, al igual que cuidó amorosamente a María y se dedicó con gozoso empeño a la educación de Jesucristo, también custodia y protege su cuerpo místico, la Iglesia, de la que la Virgen Santa es figura y modelo».

«Depositario del misterio de la salvación, del misterio de Dios hecho hombre, para llevarlo a la perfección» (oración colecta).

Comienza a realizarse la promesa a David: «te construiré un templo, su trono real se mantendrá para siempre». Un templo que empieza a ser realidad en el seno de santa María, que se completa y consolida en la familia de Nazaret y que la Iglesia, servidora de este misterio divino, se esfuerza por llevar a la perfección.

El gesto, silencioso pero acogedor, desde lo profundo del corazón de san José, es elocuente; nos marca el camino, junto con santa María, para ser acogedores de este misterio de nuestra salvación. Nuestra responsabilidad es la de llevarlo a su perfección. Esta perfección, que es estar en sintonía con un misterio de amor, que es una llamada al corazón de toda la humanidad, una llamada a cada uno de nosotros para vivirlo con sencillez y fidelidad como san José, para vivirlo también como instrumentos que estamos llamados a ser de este don de Dios a todos los hombres.

Vivir así este misterio es vivir la experiencia de una profunda alegría interior que nos hace capaces de vivir la experiencia del salmo: «Señor cantaré toda la vida tu misericordia. Anunciaré tu fidelidad por todas las edades».

En este empeño la celebración de esta solemnidad de san José es un camino para descubrir y vivir la protección de este hombre singular, y de lo importante de nuestra devoción por él. Por esto nos dice santa Teresa:

«Querría yo persuadir a todos fuesen devotos de este glorioso santo, por la gran experiencia que tengo de los bienes que alcanza de Dios. No he conocido persona que de veras le sea devota y haga particulares servicios, que no la vea más aprovechada en la virtud; porque aprovecha en gran manera a las almas que a él se encomiendan. Paréceme ha algunos años que cada año en su día le pido una cosa y siempre la veo cumplida. Si algo va torcida la petición, él la endereza para más bien mío». (Libro de la Vida, 7).

16 de marzo de 2014

DOMINGO II DE CUARESMA

Institución de lectores y acólitos
Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Gen 12,1-4; Salm 32; 2Tim 1,8-10; Mt 17,1-9

«¿Cómo yo te podré cantar,
Oh Luminoso, oh tú solo santo?

Porque la boca clara y pura,
y quién, Señor, se te asemeje,
sólo él te podrá cantar…»

«Luminoso», es el título del cual se sirve san Efrén para hablar de Cristo. Y así aparece en el evangelio cuando su Transfiguración.

«Su cuerpo —nos comenta san Jerónimo— se había hecho espiritual, de manera que incluso sus vestidos se transformaron». «En su Transfiguración, Jesús es contemplado como Dios, sin dejar de ser hombre», escribe Orígenes.

Sucede que Dios al encarnarse se reviste de nuestra naturaleza mortal y desde la condición humana irá manifestando la luminosidad de su condición divina, hasta la manifestación del hombre nuevo en la cruz y la plenitud luminosa de su Resurrección.

Pero, en el umbral de esa plenitud de luz que será la luz del Resucitado, Jesús muestra a sus discípulos un avance, mostrando a través de la carne la riqueza de luz y de vida divinas que llevaba dentro. Esplendor inimaginable de luminosidad, rumor de las fuentes profundas de la vida.

«Jesús brillaba como el sol, escribe san Agustín, para indicar que él es la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo; mostrando que lo que es la luz del sol para la carne, Cristo lo es para los ojos del corazón».

Los discípulos se encontraban bien. O, quizás, habría que afirmar que muy bien, pues ya plantean allá arriba el principio de una urbanización. Olvidaban aquello que muchas veces comentamos: en esta vida estamos de paso. Lo comentamos, pero luego no somos consecuentes en vivir de acuerdo a la sabiduría encerrada en esas palabras.

Esto lo entiende y lo vive a la perfección Abraham. El Señor le dice: «marcha de tu país, de tu clan, de tu familia, hacia el país que te mostraré». Y Abraham se fío y marchó apoyado en la promesa de Dios. No le será fácil vivir en su condición de peregrino. Encontrará unas circunstancias exteriores que le pondrá obstáculos fuertes, pero que nunca le arrebatarán la confianza en Dios. Otras circunstancias, o situaciones, pondrán a prueba su capacidad de escucha y le ayudarán a purificar el corazón. De este modo Abraham es un referente principal para nuestra vida de fe, nuestra vida de peregrinos que pasamos por este mundo hacia la casa del Padre. Todo va pasando. Todos pasamos… ¿Cómo vivimos esta paso?

Jesús no se queda en la seguridad de su casa, de los suyos, del monte,… les invita a bajar y a seguir el camino de Jerusalén, el camino de la cruz, a beber el cáliz hasta la última gota. Jesús tiene muy claro su camino en este mundo: «he venido a este mundo para servir i y dar la vida por todos». Pero Jesús al dar la vida desde la fuerza y la generosidad del amor la vuelve a tomar, «le quita el poder a la muerte y con la Buena Noticia del Evangelio hace resplandecer la luz de la vida y de la inmortalidad».

Este es el misterio del Luminoso, Cristo, nuestro Maestro, que nos sugiere el camino, como decía la antífona de entrada: «buscad mi presencia». Es la invitación que podemos escuchar cada uno en nuestro corazón si estamos habituados a escuchar en profundidad.

Esa presencia viene a ser una realidad si vivimos todos lo que ahora se invita a estos dos hermanos nuestros que reciben el Ministerio de Lector y de Acólito: «meditar asiduamente la Palabra de Dios, comprenderla y anunciarla con fidelidad, para que viva en el corazón de los hombres».

Pero no basta escuchar la Palabra como la oyen los apóstoles en el monte: «Este es mi Hijo amado, escuchadlo».

Es preciso bajar del monte, seguir el camino y ser asiduos «en alimentarnos con el Pan de vida, compartirlo y distribuirlo a los hermanos, y así crecer en la fe y en el amor para edificar la Iglesia».

En una palabra: vivir la eucaristía aquí en torno a la mesa del altar, contemplando el amor que se entrega, y proyectar luego esta eucaristía, este amor, en la vida concreta de cada día, viviendo ese mismo amor que se entrega, con la alegría en el corazón de Cristo, el Luminoso.

5 de marzo de 2014

MIÉRCOLES DE CENIZA

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Joel 2,12-18; Sal 50 3-6.12-14.17; 2Cor 5,20-6,2; Mt 6,1-6.16-18

«Desperta, és un nou dia,
la llum
del sol llevant, vell guia
pels quiets camins del fum.
No deixis res
per caminar i mirar fins al ponent.
Car tot, en un moment,
et serà pres».

(Salvador Espriu)

La belleza del verso de Espriu nos invita a despertarnos y caminar. La vida auténtica, verdadera es un permanente ejercicio de despertarnos y caminar. La belleza de la Palabra de Dios nos llama: «Ahora es el tiempo de la gracia, ahora es el día de la salvación. En el tiempo de gracia te escucho; en el día de la salvación te ayudo».

Despierta es el grito del poeta. Todo es efímero. En un momento todo lo perderás. Polvo y ceniza. Despertaos, convertíos, es también el grito de la Palabra de Dios; rasgad los corazones, es el grito cuaresmal, el camino para encontraros con Dios, y encontrar respuestas. Pero sobre todo dar la respuesta pertinente de nuestra vida. El cristiano debe negarse a sí mismo, sea con el ayuno o de algún otro modo, para poner en claro su participación en el misterio de nuestra sepultura con Cristo, para resucitar con él a una vida nueva, para encontrarnos con Dios. Esto no puede ser meramente cuestión de «actos interiores» y «buenas intenciones», «comer pescado los viernes».

Si la Cuaresma debe llevarnos a un encuentro con Dios, debemos primero escucharle a él que sabe el verdadero camino, que él mismo es el Camino: «Mirad: el ayuno que yo aprecio es éste: abrir prisiones injustas, dejar libres a los oprimidos, partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo, no cerrarte a tu propia carne. Entonces, se encenderá en tu vida una luz como la del amanecer, se curaran tus heridas, te abrirá camino la justicia, detrás irá la gloria del Señor. Entonces llamarás al Señor y te responderá. Gritarás y te dirá: aquí estoy. Porque yo, el Señor tu Dios, soy misericordioso» (Is 58).

Este es el camino de una auténtica cuaresma. Este es el camino de Pascua. El camino de un hombre nuevo y una humanidad nueva. Este es un camino de reconciliación, reconciliación o encuentro con Dios, y reconciliación y encuentro de amistad, de fraternidad, de comunión con los hermanos, con cualquiera que junto a ti tiene necesidad de que le tiendas la mano, o recibas con el mismo sentimiento la suya.

Evidentemente plantearse este camino es aceptar un desgarro interior, el desgarro que es ruptura del corazón. Pero solamente esta ruptura puede dejar entrar la alegría en nuestra casa. Solo este desgarro del corazón deja entrar el viento purificador del Espíritu de Dios.

«El desgarramiento del corazón del que nos habla el profeta Joel, al inicio de la Cuaresma —escribe Merton— es ese “desgajarse” de nosotros mismos y de nuestra vetustas, la “vejez” del anciano fatigado por el aburrimiento y el esfuerzo de una existencia indiferente, para que nos volvamos a Dios y probemos su misericordia en la libertad de Sus hijos».

Cuando nos volvemos a él ¿qué encontramos? Que es gracioso y misericordioso, paciente y rico en misericordia. Incluso nos habla con sus propias palabras diciendo: «Mira, te enviaré trigo y vino y aceite y te llenarás de ello: y ya no haré más de ti un reproche entre las naciones». Esta esperanza está al comienzo del ayuno de 40 días. Pero al final todo será polvo. Pero el polvo enamorado levanta la mirada a la fiesta de Pascua, y espera cantando la sinfonía de Mahler:

«¡Resucitarás, sí, resucitarás,
polvo mío, tras breve descanso!
¡Vida inmortal
te dará quien te llamó!
¡Para volver a florecer has sido sembrado!»

«Ahora es el tiempo de la gracia, ahora es el día de la salvación. En el tiempo de gracia te escucho; en el día de la salvación te ayudo».