13 de noviembre de 2013

DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA DE POBLET

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
2Cr 5,6-10.13-6,2; Salmo 83,3-5.10-11 ; 1Pe 2,4-9; Lc 19,1-10

«Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo».

Este es un salmo de peregrinación, de quien se ha puesto en camino, hacia el santuario de Jerusalén, hacia la casa de Dios. Y esta casa eres tú mismo.
El ansia, el deseo, la impaciencia caracteriza a quien emprende un viaje para encontrar a una persona querida. Para encontrarse consigo misma. San Juan de la Cruz diría: «con ansias de amor inflamada».
Lo que desata el entusiasmo, la dulzura, la alegría del salmista no es tanto la casa del Señor como Aquel que habita en la casa. Es el deseo de Dios, es la pasión por Dios. Verdaderamente los versos de este salmo nos pueden llevar a escapar de la rutina en nuestra búsqueda de Dios. A vivir con más fuerza el deseo de Dios. San Agustín en un precioso comentario a este salmo escribe: «Como objeto de su deseo sólo les queda Dios. Ya no aman la tierra, porque aman al que hizo el cielo y la tierra. Aman y todavía no están con él. Su deseo se prolonga para crecer, crece para dar cabida. Pues no es poco lo que ha de dar Dios al que desea, ni es poco lo que ha de esforzarse para dar cabida a tan gran bien. Dios no va a dar algo de lo que hizo, sino a sí mismo, que lo hizo todo. Para dar cabida a Dios esfuérzate; lo que has de poseer por siempre, deséalo mucho tiempo».

Encontramos palabras muy expresivas en este salmo: mi alma se consume, es decir desfallece. El salmista aviva su amor, se siente invadido de una sed casi física de Dios, que es «manantial de agua viva» (Jer 17,13).

Estos versos del salmista recuerdan otras palabras de la Escritura:

«Que me bese con besos de su boca».
«Mi amado es mío y yode mi amado».
«Estoy enferma de amor».
«Me sedujiste, Señor y me dejé seducir».
«Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor».
«Vale más un día en tus atrios que mil en mi casa».

El salmista hace una opción radical. Por Dios rompe con los dioses falsos y con la sabiduría del mundo. Decide vivir según el espíritu de la ley del Señor; orientar sus pasos hacia Dios. Mil días son los nuestros. Un día es el de Dios. Nuestros días, sin Dios, son vacíos, ruedan sin consistencia, se esfuman sin sentido. La presencia de Dios es lo que da valor infinito a un solo día pasado con el Señor. Como enseña Pablo: «Lo que era para mí ganancia, lo he juzgado pérdida a causa de Cristo, y todo lo tengo como basura para ganar a Cristo» (Fl 3,7 s).

Celebramos la fiesta de la dedicación de este templo, de su consagración a Dios. Pero la verdadera consagración es la nuestra como nos recuerda san Bernardo: «estáis consagrados a Dios que os eligió y os ha tomado en propiedad. ¡Qué magnífico ha sido vuestro negocio, hermanos! Habéis invertido todas vuestras riquezas del mundo para pasar el dominio del Creador y llegar a poseer a Aquel que es patrimonio y riqueza de los suyos. ¡Dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor! Cuando se consagro esta casa al Señor, se hizo para nosotros: los que estamos presentes, los que han servido y los que servirán al señor en el curso de los siglos».

Ya veis que san Bernardo no se va por las ramas. El llevaba el fuego de Dios en el corazón y apunta directamente a nuestro corazón, despertando interrogantes a la luz de la Palabra de Dios. Para quien se los quiera plantear, claro:

«¿Nos sentimos propiedad de Dios?»
«¿Con 10, 20 40 años menos cambiaríamos de negocio?»
«¿Inviertes todo tu capital aquí, o tienes una contabilidad “B” o paralela?»

Se consagró y se dedico este templo para que nosotros lleguemos a vivir y decir desde el corazón este salmo:

«Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo. Feliz el que vive en vuestra casa alabándoos cada día».

Pero nunca haremos este salmo vida nuestra si no nos duelen las palabras de san Pablo: «Lo que era para mí ganancia, lo he juzgado pérdida a causa de Cristo, y todo lo tengo como basura para ganar a Cristo» (Fl 3,7 s).

Mira: Cristo está pasando cada día por aquí. Se hace presencia viva. Quizás necesitas subirte al árbol como Zaqueo.

2 de noviembre de 2013

CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Job 19,1.23-27; Salm 24; Filp 3,20-21; Jn 14,1-6

«Somos ciudadanos del cielo». Pero vivimos aquí en la tierra.

Somos ciudadanos del cielo… y tenemos, todos, el sentimiento, el deseo de vivir siempre, de permanecer. Pero vivimos la experiencia de aquí a la tierra, que es la experiencia de nuestra fragilidad, de nuestra finitud; y esto nos lleva a atar nuestra vida a las cosas de aquí abajo, a cuidar nuestro cuerpo, a atesorar, lo que sea, con tal de hacernos con una seguridad.

«Somos ciudadanos del cielo». Pero vivimos la tensión de los intereses de la tierra. Y así andamos o vivimos con desequilibrio, con confusión.

Quizás tenemos que recordar la palabra de Jesús que acabamos de escuchar: «No perdáis la calma, que se aserenen vuestros corazones. Creed en Dios y creed también en mí».

No perder la calma, la paz del corazón que nos permita ser conscientes de que tenemos aquí una ciudadanía temporal, una vida, cuya experiencia es de transformación creciente y que por su misma naturaleza nos va abriendo a una dimensión trascendente, a una dimensión más allá de nosotros mismos. Nos va abriendo, en definitiva a otra ciudadanía.

La vida aquí es un camino, vamos pasando por sucesivas etapas de la vida humana. Unas etapas que en el aspecto material nos impone la misma naturaleza; pero en la vida de la persona hay otra vertiente: la espiritual y aquí es necesario la colaboración de nuestra persona. El camino espiritual también se contempla como una serie de diversas etapas, y aquí entra en juego nuestro esfuerzo y nuestra voluntad, para ir preparando nuestra incorporación a la ciudadanía del cielo.

En este esfuerzo debemos estar con una esperanza: la esperanza del salvador, Jesucristo, pues es él el artífice de nuestra transformación, del paso de ciudadanos de la ciudad terrenal a la ciudad celestial. Él mismo se ha hecho camino.

«Si él no se hubiera hecho camino andaríamos extraviados siempre. Se hizo camino por donde ir. No te diré: Busca el camino. El camino es quien viene a ti. Levántate y anda». (S. Agustín, Sermón 141)

El hombre es camino hacia la plenitud, hacia Dios. Esto lo han dicho todas las filosofías y religiones. Pero el cristianismo añade: Dios es camino hacia el hombre. Dios se ha abierto camino por la historia, que el hombre ha forjado para llegar hasta donde él está.

El hombre ve a donde tiene que ir pero no tiene medios por sí mismo para arribar allá. Anhelamos llegar a la perpetua estabilidad, a la Existencia misma, a la plenitud. Pero está por medio el mar de este siglo, que es por donde caminamos. Nos damos cuenta del término de nuestro viaje; muchos no saben ni siquiera a dónde dirigirse. Para que existiese el medio de ir, vino de allá aquel a quien queremos ir.

«La verdadera divinidad de Jesucristo se acredita en su viaje a tierra extraña, en que él, el Señor se convirtió en siervo. En la gloria del Dios verdadero aconteció que el Hijo eterno, obediente a su padre, se entregó y humilló hasta ser hermano del hombre». (K. Barth)

Y mediante esta solidaridad abrirnos el camino de nuestra transformación, y configurar nuestro pobre cuerpo, nuestro cuerpo mortal, de acuerdo a su cuerpo glorioso.

Este es el sendero de la vida. Y no puedo menos que recordar la bella palabra de la Regla: «¿Qué cosa más dulce para nosotros que lo voz del Señor que nos invita? Mirad como el Señor en su bondad nos muestra el camino de la vida». (Prólogo 20)

El poeta nos invita a sumergirnos en este sendero de la vida cuando nos dice: «deja que la vida vaya sucediendo y traiga lo que tenga que traer. Créame, la vida siempre tiene razón». (Rilke, Cartas a un joven poeta).

Pero la vida tiende a su plena realización, a la plenitud. Para nosotros el problema está en conectar con esta vida y su tendencia a una vida de plenitud. Por esto es tan importante conectar con esta corriente de vida, con este camino, que nos proyecte hacia la plenitud, que un hombre como nosotros, en nuestro lenguaje humano nos diga: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida».

Verdaderamente cuando tenemos el peligro muy real de que nuestros corazones se endurezcan como la roca en esta ciudad terrenal deberíamos hacer nuestro el deseo de Job: «Ojala que estas palabras quedasen grabadas en la roca». En la roca de nuestro corazón.

1 de noviembre de 2013

TODOS LOS SANTOS

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Apoc 7,2-4.9-14; Salm 23,1-6; 1Jn 3,1-3; Mt 5,1-12

«Mirad que amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios…. Pero esta condición de hijos no se ha manifestado».

A nosotros mismos nos falta una conciencia más grande de nuestra condición de hijos. Esto quiere decir que necesitamos crecer en el amor. Los hijos son fruto del amor y deben crecer en el amor.

El amor manifiesta el corazón de Dios, que nos quiere como hijos suyos, pero los hijos se reconocen al vivir este amor del Padre. Este amor que nos lo ha manifestado mediante Jesucristo. Y Jesucristo nos ha dado su Espíritu para crecer en el amor, para crecer en nuestra conciencia de que somos hijos del Padre. Tenemos pues una capacidad grande para amar, porque dentro de nosotros tenemos el Espíritu de Cristo, que es la fuente del amor, de todo amor.

Ha escrito un pensador: «El Amor es la más universal, la más formidable y la más misteriosa de las energías cósmicas. ¿Es posible que la Humanidad continúe viviendo y creciendo sin interrogarse francamente sobre lo que deja perder de verdad y de fuerza a través de su increíble poder de amar?» (Teilhard)

Pues es posible. Estamos perdiendo fuerza de amar. Estamos perdiendo conciencia de esta capacidad de energía de vida, de luz, de amor que tenemos dentro. Cada uno de nosotros podríamos preguntarnos acerca de cómo en nuestra vida concreta nos alejamos de esta fuerza de energía de vida, de luz, de amor, que llevamos bien arraigada en nuestro espacio interior. Esta fuerza del amor pienso que quiere ayudarnos a despertar el Papa Francisco. En esta línea de pensamiento me ha llamado la atención unas palabras en su diálogo con un periodista no creyente.

«Usted en qué cree? Le dice el Papa.
—Yo creo en el Ser, el tejido del que surgen las formas, los seres, le responde el periodista.
—Y yo creo en Dios, le responde el Papa. No en un Dios católico, pues no existe un Dios católico. Existe Dios. Y creo en Jesucristo que es la encarnación de Dios. Pero Dios es el Padre, es la luz y es el Creador. Este es mi Ser ¿Le parece que estamos muy alejados? Y todavía añade el Papa: Dios es luz que ilumina las tinieblas, aunque no las disuelve, y una chispa de luz divina está dentro de cada uno de nosotros.
Constatamos que la sociedad y el mundo en que vivimos el egoísmo aumentó más que el amor por los otros, y los hombres de buena voluntad deben actuar, cada uno con su fuerza y capacidad para lograr que el amor hacia los otros aumente hasta igualar y probablemente superar el amor por sí mismos.»

«Mirad que amor nos ha tenido el Padre», nos recuerda la Palabra. Y esto no lo olvidan los santos. Los santos que son aquellos en los que el amor crece más que el egoísmo. Los santos son aquellos que son conscientes de esa chispa de luz que Dios ha puesto con su Espíritu en nuestro corazón.

La cuestión está en cómo hacemos crecer esa chispa divina en nuestra vida. Yo creo que la lección que tenemos que aprender, o repasar constantemente, es el Sermón de la Montaña, que nos vuelve a recordar el evangelio de hoy. Escribe san Bernardo: «La lectura del evangelio y el Sermón del Señor os ha enseñado mejor que nadie cómo imitar a los santos. Tenéis ante vuestros ojos la escalera por la que ha subido el coro de los Santos a quienes hoy festejamos».

La Palabra de Dios, hoy las bienaventuranzas, es para nosotros esa escalera que nos ilumina, si la acoge y guarda el corazón, para crecer en el amor, para que crezca en todos nosotros el deseo del Amor, el deseo de Dios, para que se nos manifieste Cristo que es nuestra vida, y que nos manifestemos nosotros con él, revestidos de gloria.

En esta lección de las bienaventuranzas hay unas palabras claves para que la chispa divina de nuestro corazón crezca y se convierta en un fuego grande: la pobreza, la paciencia, el hambre, la justicia, la misericordia, la limpieza, la paz…

En el fondo es una invitación a estar disponibles el Amor del Padre, para el amor hacia los hermanos.

«Mirad que amor nos ha tenido el Padre… Y todavía no se ha manifestado en plenitud». No podemos descansar hasta hallar a Dios. Este es el verdadero camino de la vida. Solamente en esta búsqueda de Dios se aquietará nuestro corazón.