15 de septiembre de 2013

DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)

Jubileo (50 años) de profesión monástica
de F. Juan M. Vianney Morell i Domenech
Ex 32,7-11.13-14; Sl 50; 1Tm 1,12-17; Lc 15,1-32
Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet

«Abridme los labios, Señor,
y proclamaré la vuestra alabanza»

Es un momento de una belleza singular empezar cada día con esta invocación a Dios; con esta sencilla plegaria, mientras se contempla por un momento el leve fulgor de las estrellas, y se respira la primera brisa de la mañana, todavía sin la contaminación de las prisas, envuelto con el manto del silencio último de la noche que se irá desvaneciendo para ser remplazado por el afán humano. Y con el corazón agradecido nos abrimos a la belleza de la Palabra, tomamos esta Palabra para vivir un diálogo de vida, mediante el cual el Señor quiere poner sus fuentes en nuestro interior para que también nosotros seamos la belleza de una melodía de vida, sirviendo a los hermanos con un amor nuevo.

Fray Juan M. Vianney, 50 años viviendo este afán de la belleza divina, 50 años viviendo apasionadamente esta búsqueda de Dios; 50 años viviendo con suma sencillez la vida de monje; porque esta es la vida del monje, esta ha sido y es tu vida, con la cual has enriquecido la vida de la comunidad, y la comunidad, agradecida, te ha enriquecido, a ti.

Esto es un motivo muy justo para dar gracias a Dios por la gracia recibida de él a lo largo de estos años. Y esto es motivo de profunda alegría para todos nosotros, los monjes de tu comunidad de Poblet, tus familiares, y los amigos que cada domingo nos acompañan para celebrar juntos la Eucaristía, para celebrar el amor, con alegría por el amor que ha derramado en ti, y por tu correspondencia a este amor.
Pero hoy nada mejor ni más oportuno que poner en los labios y en el corazón la misma Palabra de Dios que hemos escuchado: «Estoy agradecido al Señor. Es él quien me ha dado fuerzas. Le agradezco que me ha ayudado a ser fiel, que me ha llamado al servicio de la vida monástica, que ha sido extremadamente generoso conmigo».

Esta preciosa confesión de la bondad de Dios, que hace Pablo, no le oculta a sí mismo la debilidad: «Yo blasfemaba contra él, le injuriaba, pero él ha tenido piedad de mí, ha sido muy pródigo conmigo dándome su gracia».

Este es el escenario de tu vida fray Vianney: la bondad de Dios y tu vida humana, débil, pecadora… Este es también el escenario de nosotros los miembros de tu comunidad; este es el escenario de tus familiares y el de estos amigos que nos acompañan en este día de fiesta. Este es el escenario, o el camino del hombre: la santidad de Dios y el pecado y debilidad del hombre. Lo cual nos permite vivir la alegría que desborda de aquella palabra de la Escritura: «Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia». O aquella otra: «Feliz culpa que ha merecido tal Redentor».

Y sobreabunda la gracia para decir al mundo esta buena noticia: «que Jesucristo, nuestro Redentor ha venido al mundo a salvar a los pecadores». Dios se apiada, para que Jesucristo manifieste a través de nosotros su paciencia i la llamada a la conversión, que es un camino de salvación.

Los cristianos, que rezamos el Padrenuestro debemos mirar siempre al futuro, de donde viene el Reino, por esto rezamos: «Venga a nosotros tu Reino». Pero quizás en una celebración de acción de gracias como esta conviene mirar también y contemplar el camino de la vida que hemos recorrido. Y si miras atrás yo creo que hay motivos para la esperanza. Que todo sumado hay superávit, en razón de la bondad y misericordia divinas. Basta considerar el evangelio que acabamos de escuchar.

Cuando el hijo pródigo empieza a hablar: «he pecado contra el cielo y contra ti», el Padre le ahoga las palabras con un abrazo y le falta tiempo para invitar a organizar la fiesta: «traed de prisa el vestido mejor, el ternero cebado». El amor lleva al Padre a hacer cosas extrañas. El enamoramiento hace perder la cabeza al mismo Dios. Dios es un permanente enamorado de sus criaturas.

«Dejar en el desierto 99 ovejas para buscar una que se ha perdido». ¿No es también una conducta extraña, ésta que Dios se atribuye a sí mismo? Y para colmo «Jesucristo conviviendo y comiendo con los pecadores», dando la imagen de un pecador, hasta llegar a la cruz, asumiendo nuestros pecados.

Contemplando el corazón de este Dios no hay duda de que hay un superávit en tu vida a lo largo de tus 50 años de vida monástica, porque el amor de Dios ha cubierto tus debilidades y te ha dado gracia abundante para vivir y corresponder a tanto amor.

Una acción de gracias como ésta nos conviene, para no olvidar el corazón de este Dios bueno y misericordioso, ya que en nuestro corazón podemos olvidar a este Dios que perdona, que derrama amor y misericordia sin medida. Para no olvidar el corazón de este Dios bueno y amigo de los hombres, y renovar nuestro compromiso de fidelidad.

Que el Señor te mire y te bendiga en el camino de tu vida monástica.

8 de septiembre de 2013

NATIVIDAD DE SANTA MARÍA, VIRGEN

50º aniversario de la muerte del P. Bernat Morgades
Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Miq 5,2-5; Salm 12,6; Rom 8,28-30; Mt 1,1-16.18-23

El P. Agustín monje historiador de Poblet escribe en su Historia que el P. Morgades tuvo en la primera hora de la resurrección del monasterio un papel providencial de primer orden. Sin su entusiasmo y su iniciativa, difícilmente podríamos concebir que la restauración monástica tomara el impulso que tuvo, y que muchos se interesaran por ayudar a los monjes en su obra.

El P. Morgades, de quien conmemoramos el 50º aniversario de la muerte, tiene una guía de Poblet donde nos relata una leyenda sobre los inicios de la vida monástica de Poblet: Habla del ejército catalán acampado en lo que ahora es el Monasterio, y que cierto día cuando los hombres de armas iban a retirarse a sus tiendas y refugios vieron descender tres magnificas luces que les dejaron arrobados, las cuales se posaron en medio del campamento. Este hecho se repitió varias noches consecutivas. Ramón Berenguer IV, prometió edificar tres ermitas o iglesias y haría donación de ellas a la Orden Cisterciense. Hasta aquí la leyenda. Cuando llegan los monjes a poblarlo, en memoria de las tres luces prodigiosas, al cantar todas las noches la Salve Regina encienden tres luces sobre la mesa del altar mayor. Costumbre que se conserva todavía.

Hay en la vida cisterciense una profunda devoción a santa María. En los monasterios dedicados a ella, se acaba cada plegaria de la comunidad con el canto de una antífona mariana; también hay tener en cuenta la devoción particular de cada monje.

En el relato de esta leyenda la presencia de la Virgen va unida a la victoria en una batalla contra los enemigos. Hoy el matiz de la devoción a santa María es muy diferente: va unido a la victoria de nuestra fe. Y «la fe es el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida, la orientación decisiva» (Benedicto XVI, Deus caritas est, n. 1) que nos da la persona de Jesús. Pero este encuentro con Jesucristo abre nuestra vida a un horizonte universal, a una reconciliación humana y con Dios. Esta es la tarea que nos ha traído el Señor: reconciliar, unir.

Y esto es uno de los aspectos que nos sugiere la Palabra de Dios que acabamos de escuchar. En el tronco genealógico que nos ofrece el evangelio hallamos las personas más diversas: santos y pecadores, del pueblo judío y extranjeros, nobles y de la gente sencilla… para terminar abriéndose este misterio a la discreción y silencio de san José que obediente acepta ser el custodio de la plena manifestación de este misterio de nuestra salvación. Y que culmina en el acontecimiento de «Dios con nosotros».

Con esta fiesta «recibimos las primicias de la salvación», como dice la oración colecta, pero «pedimos el don de la gracia divina para crecer en la paz». Crecer en la paz a la vez que como buenos servidores de Dios nos entreguemos a ese trabajo de construir, de hacer verdad ese «Dios con nosotros».

Dios quiere la salvación de todos los hombres. Todos son hijos suyos, todos están recibiendo día tras día un aliento de vida que les viene de Dios su creador; todos son amados por él. Dios quiere estar con todos. Nosotros no se refiere solo a los que estamos aquí en esta celebración, no se refiere a los buenos, a los que yo considero buenos de mi pueblo o mi nación. No, se refiere a todos los que están disfrutando, aun inconscientemente, la belleza de la vida, el simple placer de respirar.

Y en esta empresa nosotros somos llamados a participar, a ser instrumentos de este Dios bueno, que mira con amor a todos los hombres. San Pablo nos lo sugiere claramente: «A los que aman a Dios todo les sirve para el bien; a los que ha llamado conforme a su designio. Los predestino a ser imagen de su Hijo». Si sentimos que Dios me ama y quiero corresponder a este amor debo comprometerme a trabajar en la misión, en la obra de Jesucristo, Hijo primogénito de Dios. Y esta es la obra de nuestra fe: la reconciliación, la unidad, la paz

Escribe san Andrés de Creta, un Padre de la Iglesia Oriental donde se celebra esta fiesta con especial solemnidad, hasta el punto de celebrar con ella el primer mes del año del calendario bizantino: «La presente solemnidad del nacimiento de la Madre de Dios viene a ser un preludio de la Encarnación de Jesucristo, la perfecta unión del Verbo con la carne es el término. Esta noticia extraordinaria, constantemente recordada, resulta oscura y difícil de comprender por encima de los otros milagros, manifestándose en cuanto se oculta y ocultándose en cuanto se manifiesta» (Homilía 1 sobre la Natividad).

Guardemos, pues, en el corazón la Palabra que hemos escuchado, y ella nos guardará y nos hará crecer en la paz, al manifestarnos este misterio de nuestra salvación.