29 de junio de 2011

SAN PEDRO Y SAN PABLO, APÓSTOLES

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hech 12,1-11; Salm 33, 2-9; 2Tim 4,6-8.17-18; Mt 16,13-19

Las lecturas de esta solemnidad de los santos Apóstoles Pedro y Pablo nos llevan a tres escenarios muy distintos

El primer escenario, diría que es un escenario eclesial. Poco después de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, cuando se van configuran las primeras comunidades de la Iglesia, y cuando los creyentes tienen la experiencia de la presencia de la fuerza de Dios en medio de ellos, se desata la persecución contra los cristianos, y sobre todo contra sus dirigentes, los Apóstoles. Entre las medidas más fuertes es la detención de Pedro con la intención de ejecutarlo, lo cual ya nos descubre el papel importante que tenía Pedro en estas primeras comunidades.

Pedro permanece en la cárcel en espera de ser ejecutado. La comunidad eclesial orando con insistencia por él. La última palabra de este episodio la tiene Dios: es una palabra de liberación.

El segundo escenario tiene un matiz más personal, pero también en relación con la cárcel, y otra ejecución: la de Pablo. Efectivamente, Pablo está encarcelado en Roma, presintiendo ya su partida de este mundo, y viene a dejarnos lo que puede ser su testamento.

Recuerda primero el pasado: «He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe». Se plantea con serenidad y paz su futuro: «Ahora me aguarda la corona merecida».

Pero no se plantea de cara a ese futuro inminente los méritos contraídos por su trabajo evangelizador, sino que mira agradecido lo que ha recibido de Dios: «El Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje. Él me libró de todo mal y me llevará a su reino». Un buen ejemplo para nosotros, que todavía a la hora de pensar en la corona final pensamos en nuestros méritos, y menos en los dones que recibimos de Dios, y que nos dan la capacidad de vivir la fe como un testimonio de vida.

El tercer escenario es por los campos de Cesarea de Filipo. Caminando quizás por entre los prados verdes de primavera, envueltos de un paisaje donde todo habla de vida y esperanza. Caminando sin prisas, y gozando los discípulos de la conversación del Maestro, que los va instruyendo acerca del Reino, en lo momentos que están alejados de las multitudes. Los discípulos ya llevan un tiempo con él y han tenido la oportunidad de recibir su enseñanza, y también de contemplar gestos en Jesús que descubrían la profundidad de su persona, como una llamada a poner la fe en él. Una enseñanza y unos gestos, de los que también habían sido hechas partícipes muchas otras gentes de pueblos y ciudades de Palestina.

Así que les plantea una pequeña encuesta, con dos preguntas:

¿Quién dice la gente que soy yo? Escuchada la respuesta, parece no darle demasiada importancia, ya que pasa sin más comentario a la siguiente pregunta:

Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
Y aquí sí que se detiene ante la respuesta de Pedro, y quiere subrayar la hondura de la respuesta de Pedro y la proyección de futuro que tiene.

La fuente de la respuesta está en el mismo Dios. Y esta acogida del don de Dios por parte de Pedro les pone también proyectados hacia un horizonte eclesial.

Estas son dos preguntas también son de viva actualidad. Y podemos percibir como las respuestas vienen a tener una similitud después de veinte siglos de vida de la Iglesia.

Lo que dice la gente acerca de Jesucristo hoy sigue siendo de lo más diverso, en todos los sentidos. Porque el testimonio y la enseñanza de la persona de Jesucristo están sujeta a las más diversas opiniones. Ya fue anunciado como un signo de contradicción por el anciano Simeón (Lc 2). Muchas de estas respuestas nacen a partir del testimonio que damos los cristianos en nuestra vida, a partir de nuestra respuesta a la segunda de las preguntas:

Y nosotros ¿Quién decimos que es Cristo?

Dice la Escritura: «Nadie puede decir Jesús si no es desde el Espíritu Santo que habita en nosotros». Luego necesitamos tener una vida interior que nos permita escuchar la vibración de ese Espíritu de Cristo dentro de nosotros.

Él es quien nos revela verdaderamente quien es Cristo. Porque la respuesta puede ser correcta como lo es en principio en Pedro, pero a continuación Pedro dará muestras de que esa respuesta acertada en principio, como nacida de una revelación del Padre, necesitará de una profundización que debe ser llevada a cabo por el Espíritu de Jesús en el corazón de los discípulos. Por ello Pedro, a continuación querrá disuadir a Jesús de su Pasión, y aún después lo negará. Y precisará la venida del Espíritu en Pentecostés para madurar plenamente en la fe en Jesús.

Nuestra respuesta puede ser válida en un plano de conocimiento histórico o literario de Jesús, pero no basta. La respuesta debe venir de una apuesta diaria por la persona y el mensaje de Jesús…

Por ello deberíamos tener muy en cuenta el segundo escenario. El de Pablo y descubrir si se realiza en nosotros aquello de lo que él, gran apasionado por Cristo, da testimonio:

«Estoy combatiendo bien mi combate, estoy corriendo hacia la meta, me mantengo en la fe». Y si vivo todo esto como un don precioso de Dios, que me ayuda en todo momento, y me libra de todo mal.

26 de junio de 2011

Domingo segundo después de Pentecostés: EL CUERPO Y LA SANGRE DE CRISTO (Año A)

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Deut 8,2-3.14.16; Salm 147,12-15.19-20; 1Cor 10,16-17; Jn 6,51-59

El cáliz de bendición que nosotros bendecimos ¿nos une a todos? Pues, no. Quizás no somos del todo conscientes de lo que viene a ser una bendición. Estas palabras de la segunda lectura, de Pablo me ha recordado un hecho sucedido en una residencia de disminuidos: «Un sacerdote se estaba preparando para presidir una oración comunitaria cuando entró Juana, una disminuida y le pidió una bendición. El sacerdote, de forma casi automática trazó con el pulgar sobre su frente la señal de la cruz. Juana en lugar de agradecérselo protestó diciéndole: No, así no tiene valor. No es una verdadera bendición. El sacerdote dándose cuenta de lo ritualista de su bendición le dijo: Lo siento, voy a darte una bendición auténtica cuando estemos reunidos para la oración. Después de la oración comunitaria dije a todo el grupo: Juana me ha pedido una bendición especial. Siente que la necesita ahora. Cuando terminé de decir esto, sin saber realmente lo que quería Juana, ésta se levantó y avanzó hacia mí. Me rodeó con sus brazos y apoyó su cabeza en mi pecho. Sin pensarlo la cubrí con las amplias mangas de mi túnica-alba, hasta hacerla casi desaparecer por entre los pliegues de mi túnica. Y entonces, le dije: Juana, quiero que sepas que eres una hija amada de Dios. Eres preciosa a sus ojos. Tu maravillosa sonrisa, tu bondad con todas las personas de la casa y todas las cosas buenas que haces, nos hacen ver la maravillosa persona que eres. Sé que te sientes un poco deprimida estos días y que hay una tristeza en tu corazón, pero quiero que recuerdes quién eres: una persona muy especial, profundamente amada por Dios y por todas las personas que están contigo. Cuando acabé, Juana levantó su cabeza y me miro con una sonrisa que le inundaba todo el rostro, que me hizo saber que había recibido la bendición».

El cáliz y el pan de la bendición de Dios. El pan y el cáliz con los cuales Dios nos bendice, nos hace personas nuevas. Nos afirma en nuestra condición de personas amadas por Dios. Y nos pone en el camino de ser hombres nuevos que unidos a Cristo, el Hombre nuevo somos una Humanidad nueva.

Pero esta bendición de la Eucaristía es una bendición de sacristía? Es decir ¿un gesto ritual, rápido, que no llega a dejarnos una huella en nuestra vida? O es una bendición recibida en la reunión de la comunidad para celebrar el memorial del Señor. ¿Nos dejamos abrazar por Dios, envolver en su amplia túnica de amor? ¿nos atrevemos a reposar nuestra cabeza en su pecho, y escuchar sus palabras de bendición?

La respuesta depende de nosotros.

La Eucaristía es el fuego de Dios, el fuego que hizo exclamar a Jesús: «He venido a prender fuego a la tierra y ojala estuviera ya ardiendo». La Eucaristía anunciada en la liberación de la esclavitud de Egipto, en la presencia permanente de Dios con su pueblo en la travesía del desierto; presencia manifestada en la columna de fuego. Un fuego que no llegó a prender en muchos israelitas que se olvidaron de las obras de Dios, y quedaron olvidados en las arenas del desierto. La Eucaristía es el fuego de Dios en medio de nosotros. Porque Dios es amor, un amor que se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu que se nos ha dado. Un fuego que alimentamos con el pan vivo de la Eucaristía. La Eucaristía es la verdadera bendición de Dios que nos alimenta y nos renueva y nos hace criaturas nuevas. Criaturas nuevas. Humanidad nueva.

¿Pero comemos este pan de vida, y bebemos de este cáliz de salvación? Porque «comer la carne del Hijo del hombre y beber su sangre es tener vida». Más aún, vida eterna, según nos enseña Jesús. Que todavía añade: Y yo lo resucitaré el último día. «El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él». Es decir se crea una amistad nueva con Cristo.

Ahora bien llegados aquí, hay un punto que yo no termino de aclararme: Si yo tomo el pan de vida, si yo tomo la carne y la sangre del Señor, y en virtud de ello disfruto de su amistad, y Cristo de la mía, vengo a vivir una verdadera intimidad entre El y yo. Pero esto considero que es lo mismo que sucede con cada uno de vosotros que asistís conmigo a esta celebración de la Eucaristía, del amor de un Dios que se nos entrega hasta el extremo.

Hasta aquí parece que todo es lógico, normal.

Ahora bien lo que tengo oscuro es que si yo tengo una amistad, una intimidad con Cristo que me ama hasta la muerte, y habita en mí; y este mismo Cristo hace lo mismo contigo que me estás escuchando, o que estas celebrando el mismo amor en la Eucaristía, como puedo estar sin hablarme contigo, o como puedo negarme a darte la paz… ¿Acaso no estaremos troceando a Cristo? ¿o quizás es que como Cristo es tan inmenso, al ser Dios, cada uno recibimos un trocito pequeño de él?

Quizás celebramos demasiadas Eucaristías, sin reflexionar en el tremendo Misterio de amor que se hace presente entre nosotros. Y entonces nos podemos perder la Bendición de Dios.

LA VOZ DE LOS PADRES

TEXTOS PARA EL TIEMPO ORDINARIO
Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo

Comentario al Evangelio según San Lucas, de San Cirilo de Alejandría, obispo
Dios Padre da la vida a todas las cosas por medio del Hijo en el Espíritu Santo. ¿Cómo podía tener nuevamente acceso a la incorruptibilidad el hombre, que estaba en la tierra y estaba sometido a la muerte? Era necesario que la carne condenada a muerte se convirtiera en participante de la potencia vivificadora que hay en Dios. Y la potencia vivificadora de Dios Padre es su Palabra, es el Hijo único. Por eso nos lo ha enviado como Salvador y Redentor. Nació de una mujer según la carne y de ella tomó un cuerpo, para estar injertado en nosotros mediante una unión indisoluble, y hacernos inaccesibles a la muerte. Se revistió de nuestra carne para abrir, en nuestra carne caída en la corrupción, una ruta hacia la incorruptibilidad en resucitarla de entre los muertos.

No rehúses de creer lo que digo. Por el contrario, acepta con confianza mis palabras y acoge unos ejemplos humildes como demostración de lo que te digo: Si tiras un pedazo de pan en el vino, dentro del aceite o dentro de cualquier otro líquido, lo encontrarás impregnado de sus cualidades; si pones un hierro en contacto con el fuego, pronto quedará lleno de su energía y, aunque por su naturaleza no sea nada más que hierro, quedará lleno de la virtud del fuego. Así, pues, el que es la Palabra vivificante de Dios, al unirse a la carne que la hizo suya de una manera que sólo él conoce, la ha hecho portadora de vida. Él ha dicho, efectivamente: «Os aseguro, el que cree en mí tiene vida eterna. Yo soy el pan de vida». Y, todavía más: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. El que come este pan, vivirá para siempre. El pan que yo daré es mi carne. Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros». Por lo tanto, al comer la carne de Cristo, que es el Salvador de todos, y al beber su sangre, tenemos la vida en nosotros, nos convertimos una sola cosa con él, nosotros estamos en él y él, está en nosotros.

Sacramentum caritatis, del papa Benedicto XVI (9-10)
La misión para la que Jesús ha venido a nosotros llega a su cumplimiento en el misterio pascual. Desde lo alto de la cruz, donde atrae todo hacia él, «antes de entregar el espíritu dice: Todo se ha cumplido». En el misterio de su obediencia hasta la muerte, y una muerte de cruz, se ha cumplido la Alianza nueva y eterna. La libertad de Dios y la libertad del hombre se han encontrado definitivamente en su carne crucificada, en un pacto indisoluble y válido para siempre. También el pecado del hombre ha sido expiado una vez por todas, por el Hijo de Dios. Como ya he tenido oportunidad de decir: «En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical». En el misterio pascual se ha realizado verdaderamente nuestra liberación del mal y de la muerte. En la institución de la Eucaristía, Jesús mismo habló de «la Alianza nueva y eterna», sellada con su sangre derramada. Esta meta última de su misión era ya bastante evidente al comienzo de su vida pública. En efecto, cuando a orillas del Jordán Juan Bautista ve venir a Jesús, exclama: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo». Es significativo que la misma expresión se repita cada vez que celebramos la Santa Misa, con la invitación del sacerdote a acercarnos a comulgar: «Éste es el Cordero de Dios, mira el que quita el pecado del mundo. Dichosos los invitados a su mesa. Jesús es el verdadero cordero pascual que se ha ofrecido espontáneamente a sí mismo en sacrificio por nosotros, realizando así la alianza nueva y eterna. La Eucaristía contiene en sí esta novedad radical, que se nos propone de nuevo en cada celebración.

De esta manera llegamos a la reflexión sobre la institución de la Eucaristía en la Santo Cena. Se convirtió en el contexto de una cena ritual con el que se conmemoraba el acontecimiento fundamental del pueblo de Israel: la liberación de la esclavitud de Egipto.

LA CARTA DEL ABAD

Querida Alicia,

«Me dices que la homilía del Jueves Santo te ayudó a vivir la Eucaristía más a fondo. Y que necesitas que alguien te abra un poco el corazón para ser una cristiana más auténtica». Que alguien nos abra el corazón a todos, para ser, todos, cristianos más auténticos. Totalmente de acuerdo. El problema es abrir el corazón, para que entre en el juego de la vida la inmensa capacidad de amor que tiene nuestro corazón.

Esta abertura del corazón esta supeditada a dos miradas. Una mirada al corazón de quien amó hasta el extremo, y nos dio la recomendación aquella de «como yo os he amado así debéis amar vosotros». Una mirada al corazón de Cristo que es la imagen humana de Dios, un Cristo colgado, por amor, en la Cruz, como escribe Unamuno:

«… abertura
Tú eres de Dios, y quien por Ti le mira
muere de verte, al fin, de amor se muere,
y muriendo de amor vida recobra,
vida que nunca muere.»

Y otra mirada a la vida, a tu vida y a la vida que te rodea. Sumergirnos en la vida, como se sumergió Cristo. Sumergirnos sin otra defensa que el amor. Celebramos el amor cuando tenemos amor en el corazón, para poner en él presión. El amor pleno no sabe guardar, sino que busca la vida, no el vivir, pues el amor ya es vivir, sino la vida concreta que nos rodea, para propagar más vida.

Por ello la celebración del amor en la Eucaristía es un tiempo para contemplar en los signos de la celebración, y desde nuestra fe en Cristo, el amor hasta el extremo de nuestro Cristo. Un Cristo que se ha hecho «nuestro», y nosotros nos hacemos «suyos» prolongando su amor hasta las inquietudes de la vida.

La Eucaristía es el memorial que nos ha dejado Cristo para sumergirnos y desvanecernos en esa tempestad de amor que es Cristo.

Hemos de amar a Cristo como lo hace el Amigo al Amado: «El Amigo halló a un hombre que moría sin amor. Y el Amigo lloró por la ofensa que esta muerte hacía a su Amado. Dijo al moribundo: ¿por qué mueres sin amor? El hombre respondió: porque yo jamás he hallado a nadie que me enseñara la doctrina del amor, porque nadie ha nutrido mi espíritu para hacer de mí un enamorado. Y el Amigo dijo suspirando y llorando: ¡Oh devoción! ¿cuándo será lo bastante amplia para echar fuera el pecado y para dar a mi Amado una legión de fervientes y valientes enamorados para cantar por siempre sus perfecciones?»

Alicia, si miramos la vida y miramos a Cristo podemos llegar a estar enamorados. Un abrazo,

+ P. Abad

24 de junio de 2011

NATIVIDAD DE SAN JUAN BAUTISTA

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Is 49,1-6; Sal 138,1-3.13-15; Hech 13, 22-26; Lc 1,57-66.80

«San Juan es un gran santo. Y, sino mira ¡qué noche más llena de maravillas! ¡Los fuegos! El fuego es la primera maravilla: esta luz, este fuego, que vuelve todo brillante… Cuanto más viejas, arrastradas, y muertas son las cosas, más fácilmente brillan, con más deseo parecen quemarse, más pura es la llama. Qué cosa más extraña es esto del fuego. Que todo se ponga brillante en un momento… para venir luego a ser nada… y cuánta alegría da el contemplarlo. Quizás es un presentimiento de la transfiguración espiritual de todas las cosas. El fuego, el fuego; todo se puede cambiar en luz y calor; todo se puede cambiar en espíritu y amor… Qué gracia que os ha dado Dios, san Juan, de haber sentido venir a Jesucristo antes que nadie. Por eso cada año cuando vuelve esta otra Navidad (sois la Navidad de verano, cuando todavía vive todo lo que ha de morir antes que venga el otro) llenáis el mundo de presentimiento. Y al primer fuego que se enciende, todas las cosas comienzan a moverse de un mundo a otro, tocándose con temblor, sintiéndose sin conocerse.» (Joan Maragall, «la Navidad de san Juan»)

«Vivió en el desierto hasta que llega el momento de manifestarse a Israel.» Así se afirma de Juan Bautista en el evangelio. En el desierto donde se encuentra con el fuego de Dios. Como le sucedió a Moisés, cuando se le aparece el angel del Señor en una llama en medio de la zarza. Como le sucede a Isaías cuando tiembla a las puertas del santuario, al contemplar como todo lo llenaba el fuego y el humo divino. Como le sucede a Oseas: Yo le seduciré lo llevaré al desierto y la hablaré al corazón. Y su palabra de fuego llamará al pueblo a vivir la justicia… Juan vive esta experiencia única en el desierto donde se deja modelar por el fuego del espíritu divino. Y será la voz de Dios. La voz, el fuego de Dios que prenderá en el desierto, y llamará a la conversión para preparar los caminos del Mesías.

«Te he hecho luz.» Lo dice del profeta Isaías: «Es poco que seas mi siervo para hacer volver a los supervivientes de Israel; te he hecho luz de todos los pueblos. Antes de nacer Dios dice su nombre, hace de su boca una espada.» Y vivirá la terrible experiencia del vacío de Dios, de la inutilidad de su vida, a la postre rechazada. Y esta palabra, esta experiencia se repetirá con el Bautista. ¿Acaso no pensaría Juan estas palabras de Isaías: «Me he cansado en vano, he consumido mis fuerzas para nada…»? Pues terminara su vida en la prisión y preguntándose y mandando emisarios a Jesús, a preguntar si era el que tenía que venir. Y Cristo vivirá también este abandono de Dios: ¿Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado? Y ¿no nos pasa también a nosotros? ¿Es que acaso no sentís en ocasiones el vacío de Dios? Pero nuestra fe nos asegura de la certeza de la palabra del profeta: «De hecho el Señor sostiene nuestra causa, nuestro Dios nos guarda la recompensa».

«Llena el mundo de presentimiento… El presentimiento de una transfiguración de todas las cosas, de las personas sobre todo. Todo puede cambiarse en luz y calor, en espíritu y amor».

Todo empieza por la llamada a la conversión. Un bautismo de conversión; un sumergirnos en una realidad nueva que empieza por una preparación del corazón. Porque será el corazón la tierra buena, donde se deja escuchar ese mensaje de salvación.

«Baja pronto, porque me hospedo en tu casa.» El Maestro repite sin descanso en nuestra alma estas palabras. El salmista nos sugiere la presencia de este huésped en nuestra vida: «Ha creado nuestro interior; no ha tejido en la entrañas de la madre». Dios trabaja en nuestro corazón. ¿Recordáis aquellas palabras de Jesús?: «Mi Padre siempre está obrando y yo también obro». Pues esta obra de Dios en nuestra vida es la obra de Dios en nuestro corazón, en nuestro interior.

«Baja pronto, porque hoy me hospedo en tu casa.» ¿En qué consiste este bajar? Es la bajada al corazón, bajada a la que invita Juan como preparación a la venida de Otro, del que no se considera digno de desatar las sandalias. Es la llamada a la conversión, a volver al corazón para vivir la experiencia de la presencia de Cristo.

Convertirse. Bajar cada día más profundamente, en nuestro abismo interior. Que no es un abandono de las cosas exteriores sino un desasimiento de todo aquello que no es Dios.

Aprovechemos esta «Navidad de verano» para penetrar en el misterio de Dios que se nos abre mediante el testimonio de Juan Bautista, que nos invita a ser simplemente una voz. Una voz que nace de una experiencia de desierto, que nos lleva ser amigos e íntimos de Dios.

19 de junio de 2011

Domingo primero después de Pentecostés: LA SANTÍSIMA TRINIDAD (Año A)

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Ex 34,4-6.8-9; Dan 3,52-56; 2Cor 13,11-13; Jn 3,16-18

Al comentar la Palabra de Dios que acabamos de escuchar, os podría hablar sobre tres versiones de la Trinidad que pueden darse, o, quizás mejor, que se dan:

1) Yo soy ateo, declaraba en una publicación reciente una persona joven. Mi trinidad son los Beatles, los Rollings Stones, y Bob Dylan… Un ateo que utiliza palabras rituales.

2) Leía un escrito de un autor cristiano: la trinidad del hombre de hoy, los tres pilares sobre los que apoya la vida de muchos son: el poder, el dinero y el sexo… No faltan tampoco aquí, referencias rituales o litúrgicas.

3) Una tercera versión es la que he contemplado en una obra artística, una preciosa obra de terracota. Os la describo: era un conjunto que representaba a un hombre famélico. Una figura a la derecha estaba inclinada sobre la cabeza del hombre en trance de morir, besándosela, y cogiéndole por detrás, por las axilas, en actitud de levantarlo. Otra figura de hombre a la izquierda, arrodillado a los pies de este hombre en angustias de muerte. Y la figura de una paloma en la parte superior como envolviendo toda la obra en un manto y derramando como unas lenguas de fuego… Esta sería la tercera versión de la Trinidad. Pero permitidme una breve reflexión que se me ocurrió, contemplando dicha obra de terracota:

Vivimos un tiempo difícil, extraño en el cual el hombre es el centro, después de empujar al Creador a un segundo plano. En esta obra de arte el hombre está también en el centro. Pero yo la habéis oído. Un hombre con angustias de muerte, desmayado, en figura esquelética. Pero parece que este no es el hombre de nuestro tiempo, de esta sociedad orgullosa, autónoma, que cree no necesitar a Dios. El hombre de esta obra de terracota es un hombre vestido de miseria y debilidad.

A primera vista contemplamos a Dios al margen, como en nuestra sociedad. Pero aparece claro el mensaje del artista: es el hombre quien se encuentra en el centro, pero el hombre débil, acogido por un Dios misericordioso que le cubre con su beso de ternura, y le quiere levantar con su amor de Padre.

Es el hombre rodeado por todas partes por el Dios puesto de lado. A los pies, el Hijo se inclina hacia el hombre, le abraza los pies, los cubre de besos, los lava. Y no se puede olvidar sus palabras: «no he venido a ser servido, sino a servir».

Y por encima del hombre el Espíritu Santo, en forma de paloma, como una gran llama de fuego que viene de arriba abajo sobre el hombre, al que quiere inundar de amor y habitar en él. Para Dios, el hombre está en el centro. Dios se arrodilla ante el hombre y desea que este hombre coloque a Dios en el centro de su vida.
¡Que bueno, qué bello es poder encontrarse en el corazón de un Dios así.

La Palabra de Dios que hemos escuchado viene a sugerirnos esta obra de belleza de terracota: El Señor bajó en la nube y se quedó allí, y Moisés pronunció el nombre de Dios. «El Señor pasó ante Él proclamando: Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad». «Dios no mandó al mundo para condenar al mundo, sino para que se salve por él».
El Misterio de Dios se ha manifestado, se ha derramado en toda su riqueza de amor sobre la maldad, sobre el hombre, sobre cada una de sus criaturas, pues a cada uno de nosotros nos conoce por nuestro nombre, y nos llama por nuestro nombre. Pero en esta sociedad son muchos los que se siente dominados en su vida por sus falsos dogmas trinitarios. Dogmas que cubren de miseria y debilidad a la criatura humana en si misma y en sus relaciones con los hermanos.

La Palabra de Dios nos marca un camino para adquirir conciencia de este Misterio de Dios que es la fuente de toda la creación, de toda nuestra vida espiritual, de toda nuestra esperanza: «Trabajad por vuestra perfección, animaos; tened un mismo sentir y vivid en paz, alegraos». Es una invitación seria a que el hombre ponga un acento especial muy concreto en sus relaciones humanas. Es una actitud básica necesaria. Y después dice con toda claridad: «Y el Dios del amor y de la paz estará con vosotros».

Busquemos pues esta casa, donde refugiarnos, donde adquirir fortaleza y sabiduría para la vida. La casa de Dios, el Misterio divino… La Trinidad es nuestra morada, nuestra casa solariega, el hogar paterno de donde no debemos salir jamás. Por eso dice Jesús: «Permaneced en mí».

Es preciso adentrarse cada vez más en el Ser divino, por medio del recogimiento. Fijos la mirada del corazón en Él, morar donde el mora, en la unidad del amor, ser, por decirlo así, su propia sombra. Debemos seguir cada día nuestro camino (correr hacia la meta, Filp 3,12), descender cada día por la senda abismal del amor, con una confianza henchida de amor. «Un abismo llama a otro abismo» (Sal 41). Es ahí, en lo más profundo de nuestro ser donde se efectúa ese divino encuentro, donde el abismo de nuestra nada, de nuestra miseria, se encontrará frente por frente del abismo de la misericordia, de la inmensidad de Dios.

LA VOZ DE LOS PADRES

TEXTOS PARA EL TIEMPO ORDINARIO
Domingo después de Pentecostés: La Santísima Trinidad

De la introducción al tratado sobre la fe, de san Gregorio de Elvira, obispo
«La sabiduría» que nosotros conocemos no es la de «este mundo», que será destruida, sino la que viene de Dios, la que nos hace entender que el Verbo de Dios es Dios, al decir: «Al principio existía la Palabra. La Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios. Para él todo ha venido a la existencia, y nada no se hizo sin él».

Me sorprende que alguien lo haya podido entender así, como si negáramos la persona propia del Verbo, que es el Hijo, a quien, en tantos lugares, presentamos como Hijo verdadero de Padre verdadero, engendrado, no creado.

Porque he hablado de un solo Dios, piensan algunos que he negado las personas. Y también han interpretado similar lo otro que he escrito: «Nosotros decimos Padre e Hijo por lo que afirmamos un único Dios en estas personas y nombres». Y también: «Padre e Hijo, aunque son dos nombres, en la esencia y en la sustancia son una misma cosa. Y cuando me refiero al Padre y al Hijo, afirmo la unidad del linaje».

Por otra parte, ¿quién entre los católicos ignora que el Padre es verdaderamente Padre, el Hijo verdaderamente Hijo, el Espíritu Santo verdaderamente Espíritu Santo? Como dice el Señor mismo a sus apóstoles: «Id, pues, a todos los pueblos y haced discípulos míos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».

Esta es la perfecta Trinidad que existe en la unidad -que por ello confesamos- de una sola sustancia. Ya que no introducimos división en Dios según la condición que es propia de los cuerpos materiales, sino según el poder de la naturaleza divina, y no sólo creemos que existen verdaderamente las personas que indican los nombres, sino que en testimoniamos también la unidad en la divinidad.

Además, la llamamos Padre e Hijo en la manera católica, y por tanto no podemos ni debemos decir que se trata de dos dioses. No porque el Hijo de Dios no sea Dios, sino todo lo contrario, es Dios verdadero de Dios verdadero, sino porque sabemos que el Hijo de Dios no proviene de nadie más sino del propio y único Padre, y por eso decimos que hay un solo Dios. Esto es lo que nos han transmitido los profetas y los apóstoles, y lo que el Señor mismo nos enseñó cuando dijo: «Yo y el Padre somos uno»: «uno» —como he dicho—, para indicar la unidad de la divinidad; «somos» lo atribuye, sin embargo, a las personas. Y dice también el Apóstol: «Pero para nosotros hay un solo Dios, el Padre, de quien todo proviene y hacia el que caminamos, y hay un solo Señor, Jesucristo, por el que todo existe y también nosotros existimos. Ahora bien, no todo el mundo tiene este conocimiento».

De los sermones de Juan Taulero
Es absolutamente imposible a toda inteligencia de comprender como la unidad alta y esencial de Dios es unidad simple en cuanto a la esencia, y triple con respecto a las Personas. De igual modo, es imposible de comprender cómo se distinguen las Personas, como el Padre engendra al Hijo, como el Hijo procede del Padre y, con todo, permanece en él —es al conocerse a sí mismo que el Padre pronuncia su Palabra eterna—, y como, del conocimiento que sale de él, brota un torrente de amor inexpresable que es el Espíritu Santo.

Debemos considerar, sin embargo, esta Trinidad en nosotros, hemos de darnos cuenta de cómo somos realmente hechos a su imagen, porque en el estado natural del alma encontramos la imagen misma de Dios. Esta imagen es en lo más íntimo, más secreto, más profundo del alma, allí donde el alma tiene Dios esencialmente, de una manera real y sustancial. Es allí donde Dios actúa, es allí donde expande su ser, es allí donde goza de sí mismo. Y nadie puede separar Dios de este fondo, del mismo modo que no se puede separar Dios de sí mismo. El alma, pues, posee por gracia, en lo más profundo de sí misma, todo lo que Dios tiene por naturaleza.

Nuestro Señor da testimonio cuando dice: «El Reino de Dios está dentro de vosotros». Sólo está en el interior, en la parte más profunda, por encima de toda la actividad de las facultades. En esta profundidad, el Padre del cielo engendra a su Hijo único, en la mirada de una eternidad siempre nueva, en el resplandor inexpresable de sí mismo. Si alguien quiere hacer la experiencia, que se gire hacia el interior, muy por encima de toda la actividad de todas sus facultades exteriores e interiores, por encima de las imágenes y de todo lo que le haya venido de fuera. Que se sumerja y se retire al fondo. Entonces viene el poder del Padre, y el Padre llama al hombre en sí mismo por medio de su Hijo único. Y así como el Hijo nace del Padre y vuelve hacia el Padre, similar al hombre también nace, en el Hijo, del Padre, y vuelve hacia el Padre en el Hijo, haciéndose uno con él. El Espíritu Santo se expande entonces en una caridad y en una alegría inexpresables y desbordantes, que inundan y penetran el fondo del hombre.

Aquí se encuentra el testimonio verdadero: «El Espíritu Santo da testimonio a nuestro Espíritu que somos hijos de Dios».

LA CARTA DEL ABAD

Querida María Luisa,

He recordado unas frases recogidas en un libro sobre J.S. Bach, de su esposa Ana Magdalena cuando leo «tu estrella» de este mes: la ternura. «Cada vez que le veía mi corazón latía con tal fuerza, que me impedía hablar». «A nosotros nos dejaba mirar su corazón que era el más hermoso que ha latido en este mundo». Son unas frases entre otras muchas mediante las cuales expresa con profunda ternura y amor, su admiración por él. ¡Que mundo inmenso de ternura, de sensibilidad delicada!

Hoy tenemos necesidad de esta delicadeza, de esta ternura en las relaciones humanas. Vivimos estas semanas en pleno despertar de la primavera: vida nueva, aromas nuevos, lluvias que riegan generosamente la tierra, renovados colores de todos los matices. Por otro lado las ondas de la política y la vida social llevan otros aromas muy diversos. Y nacen vientos de inquietud y preocupación. La creación nos habla de un ambiente de sensibilidad y de ternura. La vida de la sociedad más bien nos habla en otra dirección. ¿no crees?

Pero no es fácil detener y cambiar este ritmo en nuestra sociedad, y ayudar a poner otra melodía. Rilke escribe estos versos: «Me encanta oír como las cosas cantan. Las tocáis: se vuelven mudas y rígidas, vosotros me matáis todas las cosas».

Matamos las cosas con nuestra penosa manipulación. Y configurados al final con un corazón duro, hasta matamos a las personas. Rebajamos a la persona a la consideración de objeto, y al final las tratamos como cosas. La persona es mucho más que una cosa, mucha más que un objeto que busco cuando me interesa.

Es necesario despertar al hombre en lo que tiene de más genuino. Despertar sus fuentes de bondad, de ternura… en una palabra despertar el Espíritu Santo que habita en el fondo de nuestro ser. Un Santo Padre escribe que «este Espíritu llega poco a poco, suavemente, se experimenta como finísima fragancia. Rayos de luz y conocimiento; viene a salvar, a curar, a aconsejar, a fortalecer, a consolar, a iluminar».

Hemos de dejar que las cosas y las personas nos hablen; escuchar su canto, permanecer distantes, pero con una distancia contemplativa que nos ayude a descubrir las fuentes de vida escondidas en ellas.

Quizás nos ayudará a ello poner otro ritmo más lento en nuestra vida. Buscar más la belleza y la bondad, de las cosas y de las personas, de nuestro entorno. Pero primero tenemos que concienciarnos que este ritmo que llevamos y que la melodía que nos envuelve, nos hacen daño, nos impiden ser nosotros mismos.

Tu como, mujer, tienes alguna puerta abierta de más que otros no tienen, Aprovéchala. Un abrazo,

+ P. Abad

12 de junio de 2011

DOMINGO DE PENTECOSTÉS

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hech 2,1-11; Salm 103; 1Cor 12,3-7.12-13; Jn 20,19-23

«El Espíritu Santo, aunque es único, y con un solo modo de ser, e indivisible, reparte a cada uno la gracia que quiere. Y así como un tronco seco que recibe agua germina, del mismo modo el alma pecadora que, por la penitencia, se hace digna del Espíritu Santo, produce frutos de santidad. Llega mansa y suavemente, se le experimenta como finísima fragancia, su yugo no puede ser más ligero. Fulgurantes rayos de luz y de conocimiento anuncian su venida. Se acerca con los sentimientos entrañables de un auténtico protector: pues viene a salvar, a sanar, a enseñar, a aconsejar, a fortalecer, a consolar, a iluminar el alma, primero de quien le recibe, luego mediante éste, las de los demás» (San Cirilo de Jerusalén).

Es el Espíritu de Cristo, que había dicho a sus discípulos: «conviene que yo me vaya, para que pueda venir el Defensor, que os llevará a la verdad completa».

Su presencia produce efectos diversos en nuestra vida; las consecuencias de su venida son importantes, tanto para nuestra vida personal, como para los demás con los que convivimos.

Ya lo dice el Santo Padre: «es único, indivisible, pero con efectos muy diversos». El Espíritu es el lazo amoroso que une el Padre y el Hijo. Esta claro que es un factor de unidad, de permanente reconciliación en el seno de la Trinidad. Pero la fuerza y la intensidad del amor reconciliado no pueden mantenerse en una unidad permanente y se derrama, o explota, con fuerza en dones diversos que se reparten, primero fuera de este misterio principal y único de la Trinidad, y luego en el misterio de la relación de las criaturas, sobre todo de la criatura humana.

Así lo vemos en la obra de la Encarnación. «La connotación de María como Madre de Dios remite a la totalidad del misterio trinitario. La sombra del Espíritu que cubre a María y realiza el milagro de la concepción virginal, muestra como entre el Padre que engendra al Hijo en la eternidad, y el Hijo engendrado en el tiempo y en la eternidad hay un vínculo de unidad, que es apertura al otro, al Espíritu de "comunión" y "éxtasis" de Dios. Esto nos indica que el Dios cristiano no es soledad, sino relación, no es lejanía del mundo, sino relación» (Bruno Forte, «María, icono del Misterio», p. 215).

La historia de Jesús no se puede entender sin la acción del Espíritu, como tampoco se puede entender sin el Dios al que Él llamó Padre. Una historia que muestra a este Jesús impulsado por el Espíritu que pasa entre los hombres haciendo el bien, curando, liberando… La unidad amorosa de un Dios que nos amó el primero se desborda en el don de un servicio que lleva con la fuerza del Espíritu, el amor hasta el extremo.

Jesús mediante su servicio amoroso aglutinará en torno a su persona a sus discípulos, que se abrirán a la verdad completa cuando la venida del Espíritu Santo les lleve al conocimiento del misterio divino, el misterio trinitario. La vida de esta primera comunidad, como nos lo describe el libro de los Hechos, nace y se desarrolla con la fuerza del Espíritu Santo, que derrama su fuego sobre judíos devotos de todas las naciones de la tierra.

Nueva diversificación de los dones de Dios sobre los miembros del nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, que suscitará en estos miembros un esfuerzo permanente de servicio y comunión, bajo el impulso del Espíritu Santo.

Esta solemnidad de Pentecostés nos ofrece el inestimable don de comprender, que todo, en relación a la vida divina, es uno y diverso. Unidad y diversidad que nace del mismo misterio divino. «Diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; diversidad de servicios, pero un mismo Señor; diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos».

Dos palabras que nos cuesta comprender y aceptar en la vida humana, e incluso en una comunidad religiosa. Dos palabras que van enlazadas y se complementan en la gran riqueza de vida que encierran. Dos palabras que van íntimamente unidas a la recepción de los dones del Espíritu, que reparte dichos dones según la fe de sus siervos, como cantamos en la Secuencia, el esfuerzo de una respuesta que nace de esa fe, cuyo fruto es el amor, un amor que nos lleva al servicio, y un servicio que nos da como fruto precioso la paz. Esta paz que el resucitado transmite en su repetido saludo cuando viene a los suyos.

La fragancia de nuestra vida debe ser esta paz, nuestro corazón pacificado. Esto nos pide tener una permanente actitud de escucha. Para percibir primero ese Espíritu que llega mansa y suavemente, que viene «a enseñar, a aconsejar, a fortalecer, a consolar, a iluminar el alma». Por esto si queremos que nos ilumine y nos dirija la sabiduría y fuerza del Espíritu, debemos tener cada día abierto el oído, para escucharle, y con su luz ser después luz y consuelo para los demás.

El filósofo Berdiáyev dice: «El hombre se define como una persona libre, con unos principios espirituales y éticos. Obra como si escuchases la llamada de Dios, como si estuvieras invitado a cooperar en su obra; hazlo con un acto libre y creador».

Pero no debemos decir obra «como si» pues de hecho así hemos sido llamados a obrar como cooperadores suyos. Y los somos cuando nos dejamos llevar por el Espíritu Santo, que nos lleva por caminos de unidad y diversidad en los cuales tenemos la oportunidad de gozar de una verdadera y profunda paz.

LA VOZ DE LOS PADRES

TEXTOS PARA EL TIEMPO PASCUAL
Domingo de Pentecostés

De los sermones de san León Magno, papa
No lo dudemos, hermanos queridos: cuando el Espíritu Santo, el día de Pentecostés, llenó los discípulos del Señor, no fue un inicio en el don del Espíritu, sino que fue una abundancia que se adjuntó a otras manifestaciones: los patriarcas y los profetas, los sacerdotes y todos los santos que vivieron en el tiempo antiguo, todos fueron nutridos por el mismo Espíritu santificador: sin esta gracia, nunca hubiera sido instituido ningún rito, ni ningún misterio habría sido celebrado: la virtud de los carismas siempre ha sido la misma, aunque haya sido diversa la medida de los dones.

Los mismos santos apóstoles, antes de la Pasión del Señor, no estaban privados del Espíritu Santo, como tampoco esta fuerza no era ausente de las obras de nuestro Salvador. Y cuando dio a los discípulos el poder de curar las enfermedades y de sacar los demonios, les daba ciertamente la fuerza del Espíritu Santo.

Todos los que habían creído en el Señor Jesús poseían el Espíritu Santo, y los apóstoles habían recibido la potestad de perdonar los pecados cuando, después de la resurrección, el Señor había alentado sobre ellos diciéndoles: «Recibid el Espíritu Santo. A todos aquellos a quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; si se los retenéis, les quedan retenidos». Pero la perfección que debían recibir los discípulos exigía una gracia más alta y una efusión más abundante, para poder recibir lo que aún no les había sido dado y para poseer más excelentemente lo que ya habían recibido. Por eso el Señor les decía: «Todavía tengo muchas cosas para deciros, pero ahora os serían una carga demasiado pesada. Cuando venga el Espíritu de la verdad, os conducirá hacia la verdad entera. Él no hablará por su cuenta: comunicará todo lo que sienta y os comunicará el futuro. Él me glorificará, porque lo que os anunciará lo habrá recibido de mí».

Una vez que los apóstoles fueron llenos del Espíritu Santo, esto lo empezaron a querer con más ardor y lo pudieron hacer con más de eficacia, pasando del conocimiento de los preceptos al sufrimiento efectivo de los tormentos: sin temer ante la tormenta, fueron capaces de aplastar con los pies firmes en la fe las furias del mundo, y despreciando la muerte, se vieron con la fuerza de llevar a todas las naciones el evangelio de la verdad.

De los tratados Evangelio según san Juan, de san Agustín, obispo
Ha despuntado para nosotros, hermanos, este día gozoso en que la santa Iglesia resplandece a los ojos de los creyentes e inflama los corazones de todos los fieles. Hoy celebramos el día en que el Señor resucitado, glorificado y exaltado a la derecha del Padre por su ascensión al cielo, nos envió el Espíritu Santo. Hemos leído, efectivamente, el evangelio: «Si alguien tiene sed, venga a mí, y beba. Como dice la Escritura, nacerán ríos de agua viva del interior del que cree en mí. Y el evangelista añade: Decía esto refiriéndose al Espíritu que debían recibir los que creyeran en él. Entonces aún no había venido el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado».

El Espíritu, como un viento que se lleva la paja separándola del grano, purificó los corazones de los apóstoles de toda impureza de la carne, ese fuego quema en ellos el heno de la antigua concupiscencia. Las diversas lenguas en las que hablaban, tras quedar llenos del Espíritu Santo, preanunciaba la Iglesia futura que debería hablar también en las lenguas de todos los pueblos del mundo. Como sabemos, después del diluvio, el orgullo humano había construido una torre altísima con la pretensión de enfrentarse al Señor, su Dios, y la humanidad se había hecho merecedora de estar dividida en diferentes lenguas, de manera que cada pueblo hablara un lenguaje propio y no fuera comprendido por otro. Ahora, en cambio, la humilde piedad de los creyentes ha reunido la dispersión de estas lenguas en la unidad de la Iglesia para que lo que la discordia había dividido fuera reconciliado por la caridad: así, los miembros dispersos de todo el género humano, como miembros de un único cuerpo, se han incorporado indisolublemente a su único jefe, que es el Cristo, gracias a la fuerza y al fuego del amor, en la unidad de su cuerpo sagrado.

Por ello debemos considerar excluidos del don del Espíritu Santo todos los que no aman la gracia de la paz y han roto los vínculos de la unidad y de la comunión. Aunque se encuentren aquí, reunidos en este día solemne con todos nosotros, aunque escuchen la promesa de la venida del Espíritu Santo, se encuentran inexorablemente abocados a la condena y no obtendrán el premio. ¿De qué sirve escuchar con las orejas lo que el corazón no quiere retener? ¿De qué les sirve, repito, celebrar la venida de aquel del que odian la luz?

LA CARTA DEL ABAD

Querida Pilar,

Me hablabas hace un tiempo de que habías cogido un «virus espiritual» bastante fuerte que te descompuso la mente, el corazón, los nervios y todo el ser… Evidentemente, vivimos unos tiempos en que aparecen con mucha frecuencia virus de todo tipo que descomponen la vida humana. Virus y bacterias hasta en los pepinos que llevan la descomposición a las relaciones entre los pueblos. Y no faltan virus que provocan descomposición hasta en la vida de la misma Iglesia.

Quizás he recordado esta carta tuya al leer la Palabra de Dios de la próxima fiesta de Pentecostés: «Los dones que recibimos son diversos, pero el Espíritu que los distribuye es uno solo. Hay diversos servicios, pero todos servimos a un mismo Señor. Diversos milagros, pero todos los obra el mismo Dios». Excepto «el milagro diario» de los humanos que nos empeñamos en romper, en trocear, pisotear unas buenas relaciones.

Considero que hay dos palabras mutuamente implicadas que deberíamos cuidar con esmero: UNIDAD y DIVERSIDAD. Pero estoy convencido de que nos falta sabiduría para lograrlo. Quien tiene el poder exige unidad. Todo debe estar controlado. Sumisión; no debe haber voces discordantes. Todos debemos representar el papel que se nos concede, que se nos indica en la representación de este teatro del mundo…

Quien está en lo diverso, exige libertad, tolerancia, respeto. El diverso quiere ser «él mismo», reafirmar su «yo». Hay virus de la unidad y de la diversidad que son mortíferos, que descomponen mente. nervios, corazón…

Tendríamos que aprender de los buenos pintores que hacen obra artística bella. El artista sabe que su obra será bella si hay una inteligente combinación sobre el lienzo: idea, color, luz, sombras… El artista es el artífice de una obra bella, pero siempre que respeta lo diverso, una sabia combinación de elementos diferentes. Los colores dan lugar a esta belleza cuando hay una acertada y artística combinación. Solo que aquí habría que subrayar la particularidad de que los «colores humanos» tiene una independencia con respecto al artista. Ya sería hermoso que «el color rojo» por ejemplo, o el que fuese pudiera compartir, con quien lo utiliza y aplica en el lienzo, criterios para un acierto mayor en la creación de belleza.

Pienso que esto es posible, y deseable, en la vida humana. Tenemos a nuestro alcance realizar una obra más bella. Basta con que el UNICO no se considere único. Y que el DIVERSO solamente se contemple como diverso y sabiendo que por su misma naturaleza está llamado a tener una sabia composición, una acertada y humana relación.

¿Será por esto que a lo largo de la historia humana hemos progresado tanto a nivel tecnológico, y tan poco a nivel moral y ético, e incluso religioso? Pilar, hemos de guardarnos de los virus, y de manera especial de los espirituales. Un abrazo,

+ P. Abad

5 de junio de 2011

ASCENSIÓN DEL SEÑOR

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hech 1,1-11; Sal 46,2-3.6-9; Ef 1,17-23; Mt 28,16-20

«"¡SEÑOR, Señor, qué admirable es tu nombre sobre toda la tierra!", porque tu magnificencia fue elevada por encima de los cielos (cf. Sl 8,2-3), a fin de que sepamos claramente que la Encarnación del Señor y su Ascensión de la tierra a los cielos, cuya memoria festejamos hoy, llenó al mundo del conocimiento de Dios. Porque mientras estaba sobre la tierra, la mayoría comprendía poco acerca de la magnificencia de su gloria. Pero puesto que ascendió visiblemente al cielo colmando, como convenía, toda la voluntad de su Padre, la creación entera fue colmada de admiración y de conocimiento, contemplando al Señor de todas las cosas ascendiendo o siendo asumida Fue elevado o exaltado por encima de todos los cielos, según la profecía en cuanto hombre; pero subió en cuanto Dios: "Dios subió entre aclamaciones, el Señor al son de trompeta" (Sl 46,6). Pues el Dios glorioso no se encarnó para engañar a la imaginación de su criatura, sino para destruir para siempre, por medio de la participación en nuestra naturaleza, el hábito del mal sembrado en ella por la serpiente. De manera que es el hábito del mal no la naturaleza, lo que la Encarnación del verbo alteró, para que nos despojemos del recuerdo del mal y nos revistamos de la caridad de Dios» (Diadoco de Fotice)

La Encarnación del Señor y su Ascensión llena el mundo del conocimiento de Dios. La tierra, el mundo de la creación, comprendía poco la magnificencia de la gloria. El Señor la pone de manifiesto con esta coronación de la Pascua, que es el Misterio de la Ascensión, motivo de profundo gozo, porque nos asegura nuestra propia victoria, ya que estamos llamados a seguir el camino de Cristo, nuestra Cabeza.

Todavía les dio unas últimas instrucciones, acerca de la misión que debían llevar a cabo en el mundo: terminar de configurar el nuevo pueblo de Dios. Jesús había sido enviado a recoger las ovejas descarriadas de la casa de Israel. Los discípulos son enviados a todos los pueblos, para llevar a término la configuración de un pueblo sin fronteras, al servicio del Reino de Dios. «Como el Padre me ha enviado, así os envío yo, les dice Jesús, haced discípulos de todos los pueblos».

Después de adoctrinarles, pues, y enviarles al mundo, asciende al cielo y se sienta a la derecha de Dios. Cristo es la «cabeza de oro» de la que habla la Escritura, «a quien se ha concedido el reino y el poder, el dominio y la gloria, a quien se ha dado poder sobre los hombres dondequiera que vivan, sobre las bestias del campo y las aves del cielo, para reinar sobre todo» (Dn 2,37).

Y este poder se transmite a través de su cuerpo, que es la Iglesia. Que no es un poder de dominio, sino de servicio. Como fue el servicio de Cristo revestido de nuestra naturaleza humana: un pasar haciendo el bien, curando, consolando, ofreciendo un signo bien visible del amor del Padre. Este servicio es el que está llamado a realizar la Iglesia, que vendría a ser el reino de plata de la Escritura, menos poderoso ya que este cuerpo suyo tiene como miembros a nosotros, los hombres, dominados todavía por el mal, el pecado, que necesita ser destruido para revestirnos de la caridad de Dios.

Por esto Pablo pide a Dios, y nosotros con él que Dios nos dé un espíritu de sabiduría y de revelación, para conocer esta cabeza de oro, este Cristo glorioso, del que debemos dar testimonio hasta los confines del mundo.
Él, como ha prometido, está con nosotros todos los días, para iluminar los ojos de nuestro corazón con la luz y la sabiduría de su Espíritu, para dar esperanza a unos reinos de hierro y barro, de este mundo, alejados de la cabeza de oro.

Nos asegura que estará con nosotros hasta el fin del mundo. Esto no cabe duda, pero somos nosotros, cada uno de nosotros, lo que debemos tener esta certeza de su presencia, mejor aún, de una experiencia viva. Porque somos su Cuerpo, y a través de este Cuerpo debe llegar su viva, la vida que renueva nuestra naturaleza humana con la fuerza, con la energía de su Espíritu. Así pues servidores de Cristo glorioso, servidores del amor. Con todo acierto decía santa Teresa de Lisieux descubriendo su vocación en la Iglesia que ella iba a ser el amor en el corazón de la Iglesia. Esta es la tarea nuestra de monjes: ser testigos vivos del Amor. También es, con otro matiz importante, la tarea de todo cristiano: servidores del amor, en una sociedad que más que servir, aplasta y mata el amor, para suscitar crispación violencia, muerte. De esta manera nos encontramos en esta sociedad como un reino de hierro y barro, dividido, enfrentado, sin paz…

Jesús los envía con una doble misión: anunciar la buena noticia del Evangelio, y bautizar, reuniendo las gentes en un solo pueblo. También nosotros tenemos una doble tarea: luchar contra nuestro pecado, aceptando el dominio, el señorío de Cristo, de su Espíritu en nuestro corazón, y ofrecer el testimonio del Espíritu de amor y de paz, de Jesús resucitado, como una invitación a sumarse a la glorificación de Dios, en el mismo Jesucristo.

Este servicio del amor, este servicio del Espíritu de amor recibido como preciosa herencia del resucitado, siempre será un servicio de la reconciliación, ya que no fue otra la motivación que impulsa al mismo Dios a revestirse de nuestra frágil condición humana.

LA VOZ DE LOS PADRES

TEXTOS PARA EL TIEMPO PASCUAL
Domingo 7º de Pascua: La Ascensión del Señor

De una exhortación antigua de la liturgia mozárabe
Queridos hermanos, dejar el peso de los pensamientos demasiado terrestres, levantad bien alto el espíritu y emprended el vuelo hacia las regiones celestiales. Seguid con los ojos del corazón la humanidad que Cristo ha querido tomar, y que ahora es exaltada hasta el punto más alto del cielo. El objeto de nuestra contemplación no es otro que Jesucristo, nuestro Señor. Él es el que cambia la humildad de nuestra condición de la tierra en la nobleza de la ciudadanía celestial. Necesitamos, ciertamente, una vista penetrante para poder considerar el lugar donde debemos seguirlo. Hoy, nuestro Salvador, después de haber tomado nuestra carne, vuelve al trono de la divinidad. Hoy ha presentado al Padre aquella humanidad que había entregado a los sufrimientos. Y exalta en el cielo aquella humanidad que en la tierra había tomado la condición de esclavo. Hoy entra en la gloria aquel que había experimentado la muerte y el sepulcro. Y aquel que, para vencer la muerte, nos ha enriquecido con el don de su propia muerte, ahora, por el ejemplo de su resurrección, nos abre la esperanza de la vida.

Hoy vuelve al Padre el que había sido enviado por el Padre, sin perder la igualdad que tenía con él. Hoy vuelve al cielo el que, al abandonarlo, no había sido privado del honor de los espíritus celestiales. Hoy aquel que es una sola cosa con el Padre ha entrado en el cielo con nuestra humanidad.

Imploramos, pues, de este Padre, en nombre de su Hijo, nuestro Salvador, el don de su Espíritu, la gracia de la eterna bienaventuranza, la ascensión hacia la ciudad gozosa, el progreso de la verdadera fe, la destrucción de nuestras infidelidades.

Estemos seguros: él que nos ha buscado cuando estábamos descarriados, nos escuchará ahora en la gloria. Se hará semejante a los que somos suyos, él que cuando éramos extranjeros no se desentendió de nosotros. Nos prodigará sus favores, a los que creemos en él, ya que nos otorgó su asistencia cuando todavía la teníamos que conocer. No nos dejará huérfanos, él que dio la dignidad de hijos a quienes por naturaleza le éramos enemigos. Nos concederá lo que le pedimos con confianza, él que nos ha prometido el Espíritu de santidad. Amén.

De las homilías de San Juan Crisóstomo sobre el Evangelio según san Mateo (90,2-4)
«En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea. Al verlo se postraron. Algunos, sin embargo, dudaron». Esta es, me parece, la última aparición de Jesús en Galilea. Ahora que los envía a bautizar. Y si es cierto, como acabamos de oír, que algunos dudaron, admiramos la sinceridad de los evangelistas que, ni en el último momento, no nos esconden sus defectos. Sin embargo, incluso los que dudaron, debemos suponer que, al ver el Cristo, quedaron fortificados en su fe.

¿Y qué dice, Jesús, a sus apóstoles? «Dios me ha dado pleno poder en el cielo y la tierra». Miremos como les habla, tal como solía, con términos humanos, porque no habían recibido aún el Espíritu Santo que les permitiría de despegar por encima de las realidades humanas. «Id a convertir todos los pueblos, bautizándolos-en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado». Lo que él había mandado, esto es, sus enseñanzas y sus preceptos.

Después, como la tarea que les confiaba era realmente muy grande, les dice para alentarlos: «"Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo". Y no sólo con vosotros, sino con todos los que después de vosotros y gracias a vosotros creerán en mí». Como los apóstoles no podrían durar hasta la consumación de los siglos, el Señor habla a sus fieles como un solo cuerpo. Parece que les diga: «No pongáis pretextos con las dificultades de la tarea que os encomiendo, porque estoy con vosotros para ayudaros en todo.

»En cambio, como ya os lo he dicho tantas veces, los bienes que heredareis en el mundo venidero no tendrán fin». Así, pues, fortaleciéndolos y alentándolos con el recuerdo del último día, los envía a realizar su misión. Día ciertamente deseable para todos los que viven practicando las buenas obras! Día ciertamente espantoso para los que viven hundidos en el pecado! No nos atemoricemos, miremos más bien de convertirnos, ahora que aún estamos a tiempo. Si queremos deshacernos de la maldad, podemos. Muchos lo hicieron antes de que fuera instaurado el tiempo de la gracia; mucho más, pues, lo podremos hacer nosotros después de la gracia.

LA CARTA DEL ABAD

Querido Miguel,

Es muy densa tu carta de primavera. Lleva, como toda primavera una profunda carga de vida. Una vida que no se puede contener y al final explota por muchos puntos. Como un pensamiento del poeta Joan Maragall que me entusiasma: Cuando la rama del almendro no puede más de la primavera que tiene dentro, entre sus frondas brota una flor como algo prodigioso.

Esto es belleza, Miguel. La belleza, una palabra que nos habla mucho de Dios. Cuando el hombre lleva dentro una fuerza profunda de vida, se abre en una eclosión primaveral. La vida nos envuelve por fuera y por dentro. Diría más: la vida nos acaricia, como el rumor de aguas que se rompen en las piedras de un cauce cercano. La vida es ternura, delicadeza… en su fuente más genuina, pero los humanos, con menos humanidad de la debida, hacemos esta vida dura, difícil y hasta desbordante de angustia. Esta vida la estamos torturando por fuera, con las prisas, con el corazón insensible, con la ceguera creciente para los valores… Crece la desorientación en el hombre de hoy, crece la desesperanza… No es este el camino de la vida auténtica, ¿no te parece, Miguel?

Me transmites unos pensamientos preciosos de Tolstoi que te han dejado profunda huella: que amaba con tal desesperación la vida, con una violencia casi de enamorado. Ebrio de felicidad, y, sin embargo, de desdicha a la vez. Se pasó la vida queriendo encontrar la paz y la felicidad interior, creyó encontrarla en la fe. «La fe, escribe, es la fuerza de la vida. Sin fe no se puede vivir. Los conceptos religiosos han sido elaborados en lo más profundo del pensamiento humano… En las respuestas dadas por la fe está contenida la sabiduría más profunda de la humanidad».

Pero la fe no es un concepto, una idea. Unamuno escribe a este respecto: hay todo un mundo entre la idea de Dios y Dios mismo, pero al mismo Dios sólo nos lleva la fe, y la fe, es decir la sustancia de lo que esperamos es, en el fondo, la desesperación de tener que morir. Y dice esto comentando el texto de Éxodo 33,20, donde se nos dice que Moisés quiere ver a Dios y éste le responde: «Nadie puede verme y seguir viviendo». Y dirá Unamuno: «Que me importa morir y morir enteramente por haber visto a Dios, si haber visto a Dios cara a cara, haber sentido su presencia, quiere decir haber entrado en Dios, haberse convertido en Dios mismo». ¿No crees que estas palabras tienen un brillo especial? Para mí son apasionantes: entrar en el misterio del amor, «Llegar —como dice uno de nuestros teólogos cistercienses— a no poder querer otra cosa que lo que Dios quiere».

Aquí tenemos la pasión de la vida, la pasión por la vida, enfrentarse a este horizonte de desesperación. Dirá también Unamuno: «La vida de la desesperación aceptada es la vida espiritual más intensa y más íntima, es la vida divina. La redención del dolor está en el dolor mismo».

Fue la actitud de Cristo en Getsemaní pidiendo que se alejara aquel cáliz…; pero consumió el cáliz y exclama como final: «Todo se ha cumplido». Era el gesto de paz final de quien se abandona, después de la lucha y la tensión en las manos del Padre.

Esta es la fe, estos son los caminos por donde transita quien vive realmente su fe. Pero la vida de fe de muchos creyentes no es un afrontar con esta pasión, con esta fuerza, con esta esperanza, tanta desesperanza. Es una fe más bien tibia, una fe a modo de café descafeinado, que hace amorfos, pasivos, aburridos, o tibios.

Miguel, estamos llamados a ser una rama llena de vida por dentro. Un abrazo,

+ P. Abad