6 de febrero de 2008

MIÉRCOLES DE CENIZA

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet

Es un recordatorio que se hace hoy, Miércoles de Ceniza, a nuestra fragilidad humana, y también a nuestra soberbia y duro corazón, que también se hacen presencia viva, realidad, en nuestra vida. Hay otro recuerdo y otra invitación más positiva en este día: Conviértete y cree en el evangelio...

Esas dos palabras: polvo y ceniza, están muy presentes en la vida nuestra sociedad hoy día. Nunca como ahora ha estado tan viva en la mente del hombre la tierra árida, seca, tierra polvorienta en embalses secos, polvo en suspensión en ciudades envueltas en polución asfixiante. El polvo que cada día se posa en nuestras casa, en nuestros muebles... O el polvo asociado a la ceniza en bosques calcinados...

La otra palabra peculiar de este tiempo cuaresmal: la conversión. Más oída, quizás, en el ámbito de la vida de fe. También yo diría que más desconocida en cuanto a un ejercicio serio y profundo de aplicación a nuestra vida. ¿Vivimos la conversión de manera consciente en el esfuerzo diario, permanente, para ir haciendo un camino de creciente vida espiritual?

La palabra conversión viene a significar volver; también tiene otro sentido: responder, y por lo tanto una vuelta, siempre renovada, hacia el Señor, la "responsabilidad" de la Iglesia en su conjunto y de cada cristiano.

La conversión no coincide con el momento inicial de la fe, sino que continúa con situaciones nuevas de nuestra fe. Con la fe que vivimos en cada momento. La conversión muestra la juventud perenne del cristianismo; el cristiano es aquel que dice siempre: hoy, yo empiezo. Nace de la fe en la resurrección de Cristo. Gregorio de Nisa escribe que en la vida cristiana se va de comienzo en comienzo por medio de comienzos que nunca tiene fin.

El inicio de la Cuaresma es ya un inicio de la fiesta cristiana más importante: La Pascua. Es volver a iniciar la celebración del misterio de la vida, celebrando la muerte y la resurrección de Cristo. Hará falta un desgarro interior, la ruptura del corazón, para dejar salir nuestros pecados y dejar entrar el limpio aire de la primavera de Dios, la luz del sol de los días que avanzan hacia Pascua. Esta preparación consiste en recibir el don de su misericordia, y ser nosotros también misericordia en Él para nuestros hermanos.

Las lecturas de este Miércoles de Ceniza nos orientan ya acerca de un programa a tener en cuenta de cara a toda la Cuaresma, en el camino hacia la Pascua. Joel nos sugiere como debe ser nuestra conversión: un trabajo que debe empezar en el corazón, para hacer emerger una nueva condición, una nueva persona, una nueva vida. De modo que sea un testimonio de la presencia de Dios en nuestra vida: Que no se diga entre las naciones: ¿dónde está su Dios? Una conversión que suscite los celos de Dios por su tierra, por su pueblo, por sus hijos, por ti. Este es el inicio de la obra de Dios en nuestra vida que tiene un nombre importante aparte del de conversión: reconciliación.

Esta es una palabra con más fuerza, con más vigor, con que estamos llamados a dar testimonio en una sociedad violenta, fragmentada. Esta debe ser una palabra referente para todo cristiano. Donde hay oscuridad es necesario poner luz; donde hay división es necesario poner reconciliación. Es urgente trabajar por la unidad. Aquella unidad por que Jesús pidió tan insistentemente al Padre en el Ultima Cena: Padre: que todos sean uno, para que el mundo crea...

Y este tiempo de Cuaresma es un tiempo de salvación, un día de gracia...

En el evangelio hay otras tres palabras que el cristiano no puede olvidar nunca, pero sobre todo en el camino hacia la Pascua: oración, ayuno y limosna. En el camino siempre la iniciativa la debe tener Dios. Hay que estar abiertos, atentos, a lo que El pide de nosotros. Dejar que su Palabra nos interpele. Contrastar nuestra voluntad con la Suya. Para no caminar en vano. Hay que dar más protagonismo a la oración, a la Lectio, en nuestra vida.

En el camino hay que ir ligeros de equipaje. Es decir ir dejando cosas... para que no nos bloqueen de cara a la escucha de Dios, de cara al deseo vivo de cumplir su voluntad. Prescindir de cosas, tiempo, alimento... lo que sea para estar más dispuestos, más libres para Dios. Hay que ayunar. Es imprescindible hoy el ayuno en esta sociedad que nos agobia con cosas, consumo... Y saber que no hacemos solos el camino. Que muchos nos acompañan hacia la casa del Padre, que muchos hacen junto a nosotros el camino para vivir la experiencia de la Pascua. Es necesario compartir lo que sea con los hermanos, lo que necesita de ti. Que diría el Padre, si los hijos llegamos separados ante Él o divididos, o incluso enfrentados.

Dice san Bernardo acerca de este tiempo: Dichoso el hombre que está totalmente unido a esta Cabeza y le sigue adondequiera que vaya. En caso contrario el miembro desgajado y separado de ella queda inmediatamente sin vida. Todo mi bien esta en unirme a Ti ¡Cabeza gloriosa y bendita por siempre, a quien desean contemplar los mismos ángeles! ¡Te seguiré a dondequiera que vayas! ¿Quien nos separará del amor de Cristo? Nadie, si cada día recuerdas que eres polvo... Nadie si cada día lo vives como un camino, como un proceso de conversión al Evangelio.

2 de febrero de 2008

PRESENTACIÓN DEL SEÑOR

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet
Hoy con esta fiesta de la Presentación del Señor, de alguna manera cerramos el ciclo del Nacimiento, y venimos a hacer un primer anuncio de la Pascua. Es un anticipo y anuncio del misterio pascual de Cristo.

Algunos apócrifos presentan a Simeón como sacerdote, fundándose en las palabras evangélicas: Tomándole Simeón en sus brazos, bendijo a Dios, lo cual parece un gesto litúrgico de presentación de ofrendas.

El Pseudo Mateo dice que "le tomó en su manto", costumbre ritual indicativa de gran respeto y veneración. El arte ha perpetuado estos conceptos:

En una tabla anónima del s. XV del Museo de Valencia, Simeón aparece tomando al Niño en un velo humeral, colocado sobre sus vestiduras sacerdotales.

Del mismo siglo es un icono de la escuela de Novgorod (Museo de San Petersburgo), en que Simeón tiene a Jesús sobre los pliegues de su amplio manto, mientras José lleva también en su manto los dos pichones de la ofrenda.

Dice el salmista: Te vistes de belleza y majestad, la luz te envuelve como un manto... (Sal 104,1) Pero esta belleza y majestad se hace asequible a nuestra pequeñez, a nuestra debilidad, haciéndose Él débil y en todo igual a nosotros, sometido a la ley. Esta es la luz que nos manda el Padre; este es el que nos dirá: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas... Es la luz para alumbrar a las naciones, como dice Simeón tomándolo en sus brazos y bendiciendo a Dios.

Ninguno de nosotros ponga obstáculos a esta luz y se resigne a permanecer en la noche; al contrario, avancemos todos llenos de resplandor. Todos juntos salgamos a su encuentro llenos de su luz y, con el anciano Simeón, acojamos aquella luz clara y eterna; imitemos la alegría de Simeón y, como él, cantemos un himno de acción de gracias (San Sofronio, Homilía en la fiesta del Encuentro).

Como el anciano Simeón acojamos esta luz, yo diría, primero en nuestro corazón y luego en nuestros brazos. Primero en nuestro corazón, mediante la Palabra, la Palabra que contiene la Vida y vida que es luz del hombre, luz que brilla en las tinieblas. Luz que los suyos no la recibieron, enamorados de las tinieblas; luz que otros sí recibieron, enamorados de la luz. Luz que se alza, como profetiza Simeón, como signo de contradicción. Puesto para que muchos caigan y se levanten, bandera discutida.

De pronto, entra en el santuario el Señor a quien busca el hombre, el mensajero que deseáis; miradlo entrar... Simeón lo ve entrar, lo toma en brazos y bendice a Dios. Sigue entrando en el santuario Aquel que todos buscamos, Aquel que nuestro corazón desea. Miradlo... Escucha el fuego de su Palabra, esa Palabra que viene como fuego purificador y luz que disuelve las tinieblas. Miradlo... ¿Somos capaces de mirar cara a cara esta Palabra?, ¿somos capaces de dejarnos interpelar por ella?, ¿somos capaces de ponernos desnudos ante ella? ¿Señor qué quieres de mi? Y luego esperar en silencio la salvación que trae esa Palabra.

Esta Palabra encierra el misterio de Dios. Del Dios que busca y que necesita el hombre, del Dios a quien el monje consagra su vida para dedicarla a la búsqueda exclusiva de este Dios escondido, que hoy se nos revela como luz para las naciones.

A Él consagramos, ofrendamos, nuestra vida. Una ofrenda que es un misterio de amor y por lo tanto un misterio luminoso. Sobre el Calvario esta luz es colocada sobre el candelero, para iluminar a todo el mundo. Jesús será levantado en la cruz para atraer las miradas de todos los hombres e iluminar el mundo con la fortísima luz de su inmenso amor. La luz y la ofrenda son dos realidades estrechamente unidas entre sí (Albert Vanhoye, Le letture bibliche delle Domeniche, Anno A, Roma 2005, p. 306).

La Cruz es el camino para revelarnos el amor inmenso de Dios. La Cruz, la espada que atraviesa el alma es también el camino para adentrarnos en la experiencia viva de este misterio de amor.
Este misterio de amor, o este Dios que es, como nos enseña san Gregorio Nazianceno, luz suprema, inalcanzable e inefable, no se puede comprender con la mente ni expresarse con palabras. Es luz que ilumina a toda naturaleza racional, y que se muestra en proporción a nuestra purificación; lo amamos en proporción a nuestra contemplación; lo comprende nuestra mente en la medida en que lo hayamos amado (Gregorio Nacianceno, Homilías sobre la Natividad, Hom. 40, 5, Madrid 1986, p. 94).

No alcanzamos a Dios, pero si aceptamos la purificación de la Cruz somos iluminados por su luz. No alcanzamos a Dios, pero si abrimos con espontaneidad, con sencillez, con deseo, el corazón a la Palabra, nuestro corazón no podrá contener ese fuego de la Palabra y pasará a nuestras manos en un gesto de ofrenda agradable a Dios. El gesto de nuestra vida. La misericordia está en medio del templo, nos dice san Bernardo, no en un rincón ni en un albergue, porque en Dios no hay favoritismos. La misericordia se pone a disposición común, se ofrece a todos y a nadie se le priva, sino al que la rehúsa (San Bernardo, Homilía 1,2, En la Purificación, o.c. t. III, BAC 469, Madrid 1985, p. 373).

La misericordia a disposición común, para que juntos experimentemos el amor divino. Para esto venimos a celebrar la Eucaristía, para recibir este amor, y para hacer ofrenda de nuestro amor en Cristo al Padre. Pero hemos de pensar al celebrar la Eucaristía, al hacer nuestra ofrenda, si recibimos esta misericordia estando en comunión con nuestros hermanos. Por que de lo contrario en lugar de hacer la ofrenda de Cristo estás haciendo la ofrenda de una oreja de Cristo, de un estómago o de una mano del Cristo. Pero de ninguna manera de todo el Cristo. Mira a tu corazón: ¿quien está en él arropado por tu amor? Mira a tu corazón: ¿Quién está ausente de él? Esto es un buen termómetro.