26 de enero de 2008

SAN ROBERTO, SAN ALBERICO Y SAN ESTEBAN, ABADES DE CISTER

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet

El libro del Eclesiástico nos invita a hacer el elogio de los hombres de bien, de entre nuestros antepasados. Otras traducciones hablan de hombres ilustres; el hebreo dirá hombres piadosos. En definitiva, personas que pasaron por este mundo dejando huella. El libro sagrado antes de centrarse en aquello que fue más característico de nuestros Santos Padres Fundadores Roberto, Alberico y Esteban, hace una referencia a quienes dejaron huella en el ejercicio del poder; a los buenos consejeros, por su inteligencia; a quienes enseñaron palabras de sabiduría; a quienes compusieron bellas melodías, o escribieron bellos poemas... Todos estos recibieron honores en su vida, fueron la gloria de su tiempo. No pasaron en vano por este mundo.
Otros, en cambio, no han dejado recuerdo, fueron como si no hubieran sido... Ser como si no hubieran sido... Pasar sin dejar huella. Una obra y una vida inútil...
¿Qué nos dice la Palabra de Dios en esta solemnidad, y que, por lo tanto, podemos aplicar a la vida y la obra de nuestros Padres Fundadores? ¿Qué nos dice la Palabra de Dios de nuestros antepasados Roberto, Alberico y Esteban, y que podemos y debemos aplicar también a nuestra vida?
Hace de ellos también un elogio como hombres piadosos, o ilustres, hombres de bien. Son de aquellos que pasaron y dejaron la huella de su bondad. Son de aquellos cuyo recuerdo perdura, porque el bien que hicieron persiste en los descendientes, perdura en su posteridad. Aquellos que, gracias a su obra, a su vida, han hecho posible la fidelidad de otros muchos descendientes. Y que ya no se olvidan, sino que su recuerdo perdura y su sabiduría se recuerda y ensalza de generación en generación. Son de aquellos que, como iniciadores de la Orden y de la vida del Cister, hicieron posible el despertar y la grandeza de una Europa que hoy vuelve a estar dormida.
Hombres de bien, pasar haciendo el bien. Es la sabiduría, la caridad, que no se olvida.
Estos son los caminos que, luego, a lo largo de los siglos hasta hoy, han transitado miles y miles de monjes, viviendo el mismo carisma eclesial. ¡Pasar haciendo el bien! ¿Acaso no es esto hoy día muy necesario en esta sociedad donde hay tanto sufrimiento y tanta crispación?...
¿Es una obra inútil, la obra y la vida de millares de monjes que han pasado su vida, y la siguen pasando, en los recintos monásticos a lo largo de tantos siglos?

Sí, para muchos es una obra inútil. Desgraciadamente, incluso, a veces para hombres de Iglesia es una obra inútil. Para hombres cualificados de Iglesia que, desconociendo la enseñanza del salmista, creen que son ellos los que edifican la casa.
Pero a estos habría que recordar el equilibrio de la vida de Cristo que pasa 30 años en el silencio de Nazaret, y solo 3 en una breve vida pública. Habría que recordar que en esa misma vida publica breve, ese Cristo tiene como alimento la voluntad del Padre, que busca vivir tiempos prolongados de oración. Un Cristo que vive siempre con la sabiduría y la luz del Espíritu...
Con esta sabiduría pasó Cristo entre nosotros, los hombres, haciendo el bien, como lo anunciaron sus discípulos después de la resurrección, cuando comienzan a anunciar su evangelio, su buena noticia. ¿Y que mejor noticia que publicar este bien que Jesús vino a realizar en nuestra humanidad?
Anunciar este bien y prolongarlo siguiendo las huellas de Jesús, dejándose llevar por su espíritu.

Seguir realmente al Salvador, escribe Clemente de Alejandría, es aspirar a su impecabilidad y perfección, adornar y dirigir la propia alma y tener en todo y por todo su mismo espíritu (Clemente de Alejandría, ¿Qué rico se salvará? GCS, 17/2, 173).

Este ha sido siempre el camino de seguimiento de Cristo. Esta ha sido siempre la respuesta del hombre a la llamada divina: ponerse en camino, cumpliendo la voluntad de Dios que llama a la perfección, a manifestar en nuestra vida su imagen. ¿Qué imagen damos, doy?
En la lectura de Hebreos se nos recuerdan unos ejemplos muy elocuentes: Abraham. Este se pone en camino, fiándose de Dios, pero sin tener claro de como iba a ser el camino. Vivió en lo provisional, esperando. Y muere sin poseer lo prometido. No es fácil esto. Siempre como forasteros y extranjeros. Y así también Isaac y Jacob...
Fue así también con nuestros Padres Fundadores... En la inseguridad del camino. Ya que Cister no levanto el vuelo hasta que llega San Bernardo. Roberto tiene que dejar la fundación. Alberico que le sucederá verá llegar el final de su camino sin tener claro el futuro, un futuro incierto que todavía llega a vivir Esteban. No debieron ser fáciles sus vidas.
Hoy también vivimos tiempos inciertos. Pocas cosas se viven con seguridad. A todos los niveles. Nosotros a nivel religioso nos lamentamos de la escasez de vocaciones, de iglesias vacías... Pero ¿que sucede en nuestra sociedad? Una sociedad dicha del bienestar pendiente de movimientos de economía en la bolsa de donde se hace depender la seguridad de este mundo, mientras millones de hermanos van hundiéndose en la muerte por no tener ni siquiera una mínima bolsa para la comida del día. Y mientras tanto, nosotros preocupados de los números. Números de dinero, números de personas, de vocaciones, números, números...
El evangelio de hoy nos recuerda que muchos números pueden ser peligrosos. Que no es fácil que un rico entre en el Reino de los cielos. Más bien, es imposible. Que hay que tener la capacidad de dejar lo más querido en este mundo para hacer una opción seria por Dios.
Y hacer una opción seria por Dios es estar siempre en la aventura del camino como Abraham... cuidar de asegurar la confianza en Dios, de estar dispuesto, cueste lo que cueste, a cumplir su voluntad, de pasar como pasó nuestro Maestro Jesús, haciendo el bien. A quien sea, y como sea. Hacer el bien. ¡Qué camino de belleza! ¡Qué fuente de alegría interior!

6 de enero de 2008

EPIFANÍA DEL SEÑOR

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet

Esta felicitación al hilo de la solemnidad de hoy, y más en concreto de las lecturas de la Palabra de Dios me sugieren diversos interrogantes y sentimientos... La luz roja de la estrella es la misma luz roja de la capa de los Magos. La estrella va en sentido contrario a los Magos, pero inclinada y mirando a los Magos. ¿No será que los hombres vamos buscando la luz en este mundo allí donde no podemos encontrarla? ¿No será que la mirada del niño está viendo lo que los hombres cada vez nos resulta más difícil percibir: la contradicción en que nos movemos en nuestras vidas, en la vida de esta sociedad confusa y contradictoria consigo misma en sus deseos y búsqueda de sentido para su existencia? Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti! Mira: las tinieblas cubren la tierra, la oscuridad los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor...

Dios amanece en nuestra tierra; la luz te envuelve como un manto dice el salmista (Sal 104,2). Ahora, con el misterio de la Encarnación, es nuestra naturaleza la que envuelve a Dios. La naturaleza humana envuelve y guarda la luz de Dios. Para que nuestra naturaleza sea luz. Luz en el Señor. El Señor quiere emerger desde el fondo de nuestro ser. Para que tú, yo, nosotros, los pueblos todos caminemos a su luz. Levanta la vista, mira... Al que está junto a ti, al que viene a ti, a los que vienen de lejos... Tu corazón se asombrará, se ensanchará... La novedad desconcertante de la luz divina en el seno de la humanidad sólo puede ser acogida en un corazón de carne capaz de asombrarse, y, sobre todo, de ensancharse.

Es también lo que nos recuerda la Regla: Avanzando en la vida monástica y en la fe se ensancha el corazón y se corre en la inefable dulzura del amor. El corazón de los Magos, y antes el de los pastores, y el corazón de todos los apasionados buscadores de la luz, es capaz de exultar y ensancharse hasta albergar el misterio y ser testigo de la luz.

Tú... ¿eres mago, pastor, o buscador de luz? Te puedes incorporar al séquito de cualquiera de estos. Los que detentan el poder, o el saber, los que tiene un corazón árido, mezquino, los que no saben vibrar en clave de humanidad..., son las tinieblas que oscurecen la tierra y los pueblos.

La estrella aparece al principio, como un signo, y luego no vuelve a aparecer sino al final del trayecto. Entre el principio, con la aparición del signo, con el relámpago de luz de partida y el final del trayecto hay un largo camino, un camino duro, salpicado de dudas, cansancios, pérdidas, desilusiones, esperanzas. La mayor parte del camino, los hombres lo realizan, de alguna manera, a oscuras. Tienen que buscar, preguntar, informarse... La búsqueda no es una marcha triunfal. Y no hay que buscar manifestaciones espectaculares de la estrella. Lo que cuenta es la perseverancia, la capacidad de no desistir, de no ceder al desaliento, de no desviarse hacia cómodos refugios, ni sentirse satisfechos por conquistas provisionales. Lo que cuenta es la obstinación para caminar cuando todo parece inútil, absurdo o imposible.

Se ha manifestado la bondad de Dios, nuestro salvador y su amor a los hombres (Tit 3,4). Es una palabra de la Escritura que hemos escuchado estos días en la liturgia de Navidad. Y es curioso que esta manifestación suscite turbación, temor, preocupación en los que tienen autoridad. La presencia de Dios que se manifiesta en la debilidad se siente como un peligro, como una amenaza para el orden constituido. La jerarquía, de la clase que sea, se sienten incomodas en sus sillas. Sospecha que algo tiene que cambiar en profundidad en las relaciones humanas. La manifestación, la Epifanía de Dios, es preocupación para el poder, o encubrimiento del Misterio, o adulteración, o persecución.

En una ocasión un obispo africano, contaba un misionero, se hacia unas fotos revestido de todos los capisayos de obispo, preocupado de que no faltase detalle... Un misionero le comentaba a otro: ¿Los africanos han entendido el mensaje de Jesucristo? Y éste otro le respondió: -¿Y en Europa lo hemos entendido?

El poder y el saber sienten inquietud profunda ante la manifestación de un Dios que dejar su poder divino, y que manifiesta sus preferencias por lo necio y débil de este mundo. Pero el pueblo sencillo y su espontaneidad natural siempre se muestra abierto y acogedor ante el misterio de un amor encarnado, hecho servicio generoso. La postura de Herodes y de sus sabios necios, es la advertencia de que no se puede estar tranquilo ante la manifestación divina. Que no se puede fingir, ni continuar como si no hubiera pasado nada. En la celebración de este misterio de la Epifanía del Señor hay una Palabra que a mí me interpela con fuerza: ¿Tu corazón es capaz de asombro y de ensancharse?

1 de enero de 2008

SOLEMNIDAD DE LA MADRE DE DIOS

Homilía predicada por el P. José Alegre, abad de Poblet

Con facilidad decimos palabras, e incluso palabras buenas. Pero decir una palabra es comprometedor, y, a veces, si es buena todavía más. Hoy, solemnidad de Santa María, madre de Dios, y día primero del año, es un día para decir una palabra que nos puede comprometer, es una palabra que solemos decir: ¡Feliz año nuevo!

Y sucedió así: Una persona de cierta relevancia, años atrás, fue diciendo a un grupo de personas que encontró la palabra habitual de hoy: Feliz año nuevo. Pasados tres meses una de las personas del grupo vino al personaje relevante y le comunica:
-Oiga, que eso de feliz año no ha funcionado.

Claro quien deseaba esa felicidad, se quedó mudo, sin saber qué responder, y menos plantearse si podía hacer algo para ayudar al otro a lograr que el año fuese pasablemente "bueno".
Sucede que el nuevo año no lo da el calendario, ni la sociedad o las personas con los buenos deseos de felicidad. El nuevo año lo da Dios, como nos da la vida y la luz de cada día. Solo aquí está la felicidad.

La felicidad que nos viene de Dios es la verdadera bendición de Dios. La bendición que la Palabra de Dios del libro de los Números nos invita a pronunciar: El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda la paz. El Señor te mire y te conceda la paz... Esta es la bendición de Dios que da la felicidad. Que Dios pasa, te mira y te da su paz. Como el texto de Ezequiel: Así fue tu nacimiento: el día que naciste no te cortaron el ombligo, no te bañaron ni te envolvieron en pañales. Nadie se apiadó de ti, sino que, asqueados, te arrojaron a campo abierto. Pasando yo a tu lado, te vi, te miré, y te dije, mientras chapoteabas en tu propia sangre: Vive, y crece como un brote campestre (Ez 16 5).

Así vivió el pueblo de Dios, Israel, a pesar de sus infidelidades. Gracias a la mirada de Dios, que pasaba, le miraba y volvía a repetirle: ¡Vive!

O cuando se aparece el Resucitado a sus apóstoles, se presenta en medio, les mira y les dice: La paz os doy, mi paz os doy... Recibid el Espíritu... Yo estaré siempre con vosotros... Esta presencia del Resucitado, su mirada que llegaba hasta el fondo del corazón les mantuvo en la paz, y gracias a la vida nueva que hacía brotar el Espíritu en ellos, anunciaron con fuerza y sabiduría la buena noticia del Evangelio.

Bendecir a alguien es la afirmación más significativa que podemos ofrecerle. Es más que una palabra de alabanza o de aprecio, más que hacerle ver las buenas cualidades. Bendecir es afirmar, decir sí a la condición de amado de una persona. Más aún: dar una bendición crea aquello que dice. Una bendición va más allá de la admiración y de la condena, de la distinción entre vicios y virtudes; una bendición tiene que ver con hacer palpable la bondad en el otro, en la persona amada a la que se bendice.

Bendecir a una persona es ponerla en una relación positiva con Dios. Y una vez establecida esta relación todo se orienta hacia el bien. Es lo que ha hecho Dios con nosotros, como dice Pablo a los efesios: Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo que, por medio del Mesías nos ha bendecido desde el cielo con toda bendición del Espíritu (Ef 1,3).

María nos obtiene esta bendición del Señor, porque es la sirvienta del Señor, una persona, una criatura totalmente dócil a Él. Y nos dice a nosotros, como dijo a los sirvientes en las bodas de Cana: Haced lo que Él os diga. Ella nos enseña a vivir la docilidad al Señor. En este sentido es nuestra madre, madre de nuestra vida espiritual. María es la madre de Dios, porque ha concebido por obra del Espíritu Santo; con su maternidad, a través del Hijo nos obtiene el don del Espíritu Santo, para que podamos entrar en una relación con el Padre.

Pablo saca la conclusión de esta obra de Dios: No sois ya más esclavos, sino hijos; si sois hijos, sois también herederos por voluntad de Dios.

Esta bendición divina nos ha venido por Santa María, Madre de Dios. Ella nos da a Cristo, nuestra paz; ella es el camino que nos lleva al Camino que nos da la paz; ella la reina de la paz, nos dice con la mirada puesta en su Hijo y en nosotros: Haced lo que Él os diga. María no fue una criatura superficial, sino profunda que acoge todo lo que viene de Dios. No solamente la Palabra de Dios sino todos los acontecimientos que se dan en su vida los acoge con docilidad y amor generoso.

Acontecimientos a través de los cuales Dios se hace presente, se manifiesta a los hombres... María conserva los recuerdos en el corazón y los medita. María no se deja llevar por las prisas de la vida. Ella recoge la vida en su corazón, sin prisas y espera que a través de las circunstancias de esa vida que recoge y medita en su corazón vaya emergiendo la mirada de Dios, que será la verdadera fuente de paz. Lo que hará de ella la Reina de la Paz.